Skip to main content

Full text of "Romulo Rossi 1928 Hombres Y Anecdotas"

See other formats


/ 


’Rómulo F 






Rom ulo F, Ross 


HOMBRES 

T 

ANECDOTAS 


MONTEVIDEO 
Paña Hbo 8. — Imp. 
1928 



OBRAS DEL MISMO AUTOR 

* '/ 


Recuerdos y Crónicas de antaño. — Tres tomos. 
Episodios Históricos. — Cruzada Libertadora. — 
Bombardeo y Toma de Paysandú. 

De los tiempos heróicos. 

Episodios Troyanos. — ( En los días de la Guerra 
Grande ). 

Santos y su Epoca. 

Hombres y Anécdotas. ^ 

EN PREPARACION: 

Recuerdos y Crónicas de Antaño. — 4.° Tomo. 
De Viejo Cuño. 



(BABIA SIDO AGUANTADOR -EL RUBIO !1! 

% '■ 

El coronel don Paulino Amaro que llegó a ser uno 
de los hombres de mayor confianza del general don 
Máximo Tajes, fué en sus mocedades, gaucho temi- 
ble por su valor. 

Con calzoncillo cribao, bota de potro, nazarenas, 
chiripá y la vincha para impedir que su larga melena 
se le fuera a los ojos, don Paulino « sentaba el ga- 
rrón donde cuadrara ». 

Ávido de renombre y siendo, un adolescente casi, 
recorría la campaña del Departamento de Treinta 
y Tres, cuando acertó en llegar cierto día a una 
pulpería eil donde se encontró con un grupo de gau- 
chos que rodeaban respetuosos a un negro muy men- 
tado por su carácter pendenciero, conocido por 
el apellido o apodo de Mongoy. 

Por entonces era costumbre preparar camorra 
a un forastero que llegara a un negocio campesino, 
en la forma que se hizo con Amaro. 

— Güeñas tardes paisanos 

— Güeñas . . . ¿ Tá de viaje 

— Ansina es 

— ¡ Sírvase de una copa ! terció con altanería 
Mongoy. 

— Gracias no tomo . . . 



— ¡ Que nu lia de tomar ! 

— He dicho que no tomo 

— Entonce ¡ pague ! * í ' 

— Tampoco |>ago. Ni 1’uno ni l’otro. 

— Entonce, — repitió el provocador, — sabrá pe 

liar 

— ¡ Eso si, se hacer ! ¿ vé ! 

— ¿ Yamo pa juera ? 

— Yamo !! 

Y allí, frente a la reja del boliche, los gauchos 
espectadores armaron rueda a los contendientes que 
habían sacado a relucir ya, sus largos facones. 

— ¿Vos no me gambetearás ? preguntó con sorna 
el moreno. 

— Eso se deja pa los maulas como vos ü 

— Tá bien, aparcero. Entonces vamo a asegurar- 
no los dos. No hay que enojarse por tan poca cosa . . . ! 

Y dirigiéndose al dueño del negocio, gritó: 

— ¡ Pulpero ! ¡ Tráigame un pañuelo grande de 
bordato, que sea juerte !! 

Entregado el pañuelo, Mongoy indicó a su contra- 
rio que se pusiera bien enfrente, y adelantara la pier- 
na derecha hasta juntarla con la suya del jnisme 
lugar. 

— ¡Vamo a atarnos, pa coserno mejor a puña- 
lada ! 

Terminada la operación y después de mirar fija- 
mente a Paulino que estaba realmente hermoso con 
su cabello de largas guedejas rubias y con la mirada 
azul de sus ojos vivaces, le preguntó: 



— ¿ Empezamo f 

— No; esperá un poco, tizón 

¡¡ Pulpero !!, gritó a ÉH vez. 

Tráigame un pañuelo* más grande y más juerte 
que dique trajo a éste, que el gasto se lo voy apagar 
yo, antes de que comencée la junción. 

Y cuando trajeron el pañuelo, el negro preguntó» 
asombrado 

— ¡ Güe ! ¿ Pa que este otro ? 

— Pa asegurarte mejor. El tuyo dió pa una güelta. 
nomás. A este le voy a dar dos y mejor añudado que 
el otro, pa que no zafe. 

El moreno Mongov vió que « se había topado 
esta vez con el horcón del medio »; y extendiendo 
la mano hacia Amaro, le dijo. 

— Quiero ser tu amigo, porque sos guapo; a la 
vez que desatando el pañuelo y dirigiéndose a loa 
contertulios que no salían de su asombro ante ta- 
mañaza aflojada, agregó con cierto dejo de amargura 
que en vano quiso disimular. 

— ¡ Había sido aguantador el rubio !! 


En el cielo gaucho de la campaña de Treinta y 
Tres, se inició desde ese momento el eclipse de la 
fama de bravo de un gaucho negro; mientras que 
al Sur, refulgía el brillo de un nuevo astro del facón, 
en la persona del rubio Paulino Amaro, que con el 
correr de los años habría de ser valeroso jefe de ca- 
ballería. 



GERVASIO BURGUENO 


— Uno, dos, tres, cuatro y cinco. ¡ Salga Ud. de 
la fila ! 

Así repetía una y otra vez el encargado de « quin- 
tar » a los prisioneros cuando iba contando hasta 
cinco, para iniciar incontinentemente la fatídica 
operación aritmética con el siguiente hombre de la 
fila. 

La « quinta », era pués, la selección matemática, 
Ma, fatal, que en un número ciego daba a la Muerte 
una víctima más. 

En el epílogo de la revolución de César Díaz, 
oficiales y soldados fueron « quintados »; y al que 
le tocaba la cifra, era ejecutado de inmediato, ya 
por el fusilamiento, ya por el degüello. 

Los jefes merecieron los honores de los cuatro tiros. 

En la primera formación — una fila doble, dentro 
de la cual figuraba elemento selecto y varonil de 
oficialidad — esperaba silenciosa al borde de un 
bosque aborigen, el espigamiento selectivo de vidas 
con que iba a iniciarse el Calvario de una marcha 
hacia la Capital, — triste peregrinación — que de- 
jaría en pos de si, regueros de sangre. 

El capitán de caballería don Pedro Zas, — nos 
lo ha referido el comandante centenario don Ber- 
nabé Valdenegro — actor en la luctuosa jornada — 
integraba, jinete en buen pingo la segunda fila de pri- 



— 7 — 


sioneros ; — y compadecido del cansancio de un pardo 
soldado suyo de nombre Eegino Méndez, llamándolo, 
le dijo: 

— Montá en ancas, Méndez. 

— Muchas gracias, mi capitán. Me encuentro bien. 

— No seas tonto. Arrímate, y montá en ancas, 

que estás muy cansado. 

Y momentos después — Méndez — un pardito muy 
gritón, proseguía dicié ndo nos el comandante Valde- 
negro — encontraba alivio a sus piernas transidas, 
horcajándose en las ancas del caballo de su capitán. 

Ninguno de los prisioneros sabía todavía a ciencia 
cierta la suerte que le esperaba, — y mucho menos ' 
sospechaba que la vida se le iría en el azar de las 
« quintas ». 

El abnegado comandante don Gervasio Burgue- 
ño, que llegó a comprometer su seguridad por salvar 
vidas adversarias, inquieto sobre su caballo y cono- 
cedor del drama que se iniciaría poco después, 
atropellando violentamente a la primera fila de 
infantes prisioneros que se abrieron a su empuje 
avasallador, demostrando una furia que estaba muy 
lejos de sentir, dió con los encuentros de su caballo 
sobre" el cual era un centauro, contra el que montaban 
Zas y Méndez, y que ocupaba el quinto lugar de la 
segunda fila. 

Ante agresión tan injustificada, el capitán colo- 
rado, ciego de ira, se tiró al suelo e impulsivamente 
echó manos al lugar en donde horas antes tuviera 
las armas que le había secuestrado el vencedor. 



— 8 — 

T un nuevo pechazo de Burgueño lo hizo tastabillar. 

— A los hombres se les mata y no se les ultraja* 
pijá&zo de canalla !!, — rugió Zas. 

— ¡ Saquen a e^e insolente de la fila, ordenó 
autoritariamente aí&no de los soldados el coman- 
dante Burgueño, a la vez que agregaba amenazante. 

— ¡ Yo lo voy a enseñar a Ud. que respete ü 

Así las cosas, el oficial colorado creyendo llegado 

su último momento, se despojó de las joyas que lle- 
vaba, las que dió a un compañero de infortunio 
con la recomendación de que las entregara a su 
esposa. Y con tres capitanes más, fué retirado de 
las filas. 

Instantes después se iniciaba la « quinta » en la 
doble hilera de prisioneros, quedando en lugar de 
Zas, a quien tocaba el número cinco — ya contado 
anteriormente por el generoso Burgueño — el par- 
do Méndez. 

Aunque la fatídica operación se efectuó infinidad, 
de veces durante las marchas — la acción benéfica 
y protectora del bravo jefe blanco tuteló las vidas 
de los cuatro capitanes prisioneros como así también 
las de otros compañeros de infortunio. 

En esa obra misericordiosa, de verdadera humani- 
dad, el más tarde general Gervasio Burgueño, am- 
paró todas las vidas revolucionarias que estuvieron 
al alcance de sus loables esfuerzos, haciendo así 
efectivos los privilegios de sus prestigios, a los cuales 
exigió el esfuerzo máximo, en beneficio de los pri- 
sioneros. 



9 


Su bondad vigilante, rondó en todos los momentos 
a los cautivos; y en las oportunidades que ^kító 
a la Muerte, — ¡ bendito robo ! — un sentenciando 
allí puso con todo su corazón, todos sus presti- 
gios y con todo su valor, los ardides de su ingenio 
criollo, para mostrarse hermano. 

Guapo y caballeresco — cualidades que fueron 
sus principales características, — don Gervasio Bur- 
gueño, cuya memora espera aún un acto recordato- 
rio que haga justicia a sus muchos merecimientos, — 
fué en Quinteros, un escudo inesperado que se in- 
terpuso entre el plomo o acero criminal y el pecho- 
de las víctimas elegidas 


CONDECORACIONES HONROSAS 


El coronel Luis Viera fué cuando oficial, ayudan- 
te del « Bayardo Oriental » don Francisco Tajes; — 
y en su ancianidad tranquila, nadie que no lo cono- 
ciera, podría sospechar en él, a aquel bravo león de 
las batallas. 

Parco en el hablar, las cicatrices que tatuaban sn 
cuerpo, decían elocuentemente con sus trazos y 
sus deformaciones, del valor legendario del no- 
ble militar. 



— 10 


Después de Sandes, nadie, ningún otro militar, 
podría ostentar tantas condecoraciones de esas que 
»e adhieren al cuerpo para toda la vida a punta de 
lanza, de sable o.^el plomo de las balas. 

Y al igual de Candes, se hizo retratar también 
con el torso desnudo para legar a ¿a posteridad su 
retrato, — indiseutida documentación gráfica del 
montón de hazañas que auroleaban su simpática 
personalidad. 

El pecho del coronel Viera era una constelación 
de esas condecoraciones, destacándose entre ellas 
las más sublime por su tamaño y por su procedencia, 
la que trazara furiosamente un feroz lanzaso que le 
había deshecho el esternón. 

En cada palmo de la piel del torso, habían escrito 
las guerras fratricidas con caracteres indelebles, 
una epopeya. 

La lanza, los recortados del trabuco naranjero, 
la bala de la tercerola, el puñal del soldado ciudada- 
no en los entreveros cuerpo a cuerpo, el sable del 
milico de caballería y la penetrante bayoneta del 
infante, escribieron sus párrafos de gloria en aquel 
pergamino viviente. 

Prisionero en el Paso de Quinteros cúpole también 
a él, la penosa odisea de la marcha angustiosa, en 
cuyos altos se reiniciaba la « quinta », como si se qui- 
siera librar con ella a la columna, de un incómodo 
peso ...... 

Cierta noche que descansaban sobre sus recados 
los prisioneros y soldados, de la aplastante jornada, 



— II — 


¡s'afció el entonce» capitán Viera que de su lado sa- 
caban para suprimirlo a puñaladas, al último ^revo- 
lucionario italiano que sobrevivía en la columna 
prisionera — y también capitán*', — quién, hasta en- 
tonces, había podido ir escapando, ocultando la 
nacionalidad, gracias a su actitud silenciosa. 

Una palabra suya mal pronunciada lo vendió. 

Cuando Viera que, como todos los demás prisio- 
neros dormía por las fuerzas de las circunstancias 
con un ojo cerrado y el otro abierto se dió cuenta 
de que a su infortunado compañero lo llevaban al 
sacrificio, — incorporándose a medias y sigilosa- 
mente sobre su lecho gaucho, dijo a Zas que des- 
cansaba a su vera: 

— ¡ Compadre . . . !! 

— i Vió ? 

— I Qué . . . ? 

— ¡ Pobre italiano ! 

— Con nosotros no gastan pólvora. Nos matan 
a cuchillo . . . 

— Para no hacer ruido, compadre 

Y enseguida, con absoluta despreocupación de 
la Muerte que rondaba amenazante, y con la tran- 
quilidad de que solo disfrutan los guapos y los hom- 
bres de límpida conciencia, ambos prisioneros metie- 
ron las cabezas bajo los ponchos de verano que 
cubrían sus cuerpos para recobrar momentos des- 
pués el sueño que les había interrumpido la trágica 
separación del compañero. 



— 12 — 


Y entre las sombras felinas de aquella repetida? 
noche trágica, se sintió luego el agorero graznido 
de la lechuza, en su raudo volar sobre el campa- 
mento dormido . . * 




¡NO ME MATES, MENSURA!!! 


Durante toda la Guerra Grande el Cerro de Mon- 
tevideo fué celosamente custodiado por la guar- 
nición troyana; — y para guardarlo, eran enviados, 
por vía marítima, destacamentos que se rele- 
vaban de tiempo en tiempo. 

Cierto día de los de la Epopeya, el coronel don 
Francisco Tajes se encontraba con su ayudante 
y compañero de aventuras guerreras capitán don 
Pedro Zas al frente de una pequeña fuerza en la 
falda del Cerro, cuando fueron sorprendidos por los 
disparos que les hacía una columna oribista, con 
nutrido fuego de fusilería. 

Los agresores tentaban así la acometividad im- 
petuosa de aquellos dos militares adiestrados a fuer- 
za de práctica, en los lances de la caballería. 

— ¿ Vamos a cargarlos a lanza y sable ?, invitó 
el coronel Tajes. 

— Vamos, coronel, — respondióle su ayudante. 

En muy pocos instantes se organizó el eecua- 



— 13 — 


drón para el ataque; y tras brevísima arenga, um 
soplo gaucho alborotó las crines de los caballos 
exitados por la nerviosidad de los ginetes, quienes 
«orno dinamizados por los de combate de 

aquellos dos hombres aguerridos, atropellaron cie- 
gamente al enemigo. 

Sables y lanzas remolineaban ya sobre las cabezas, 
antes de penetrar en las carnes de los elegidos como 
víctimas. 

¡ Que elegir . . . !! ¡ Los fierros penetraban en el 
primer montón humano que se les oponía...!!! 

La impetuosidad de la gente de Tajes fue como 
una tormenta sangrienta. Relampagueaban al Sol 
los aceros de las lanzas de palometa y de media 
luna y de las afiladas hojas de los corbos de caba- 
llería; y por doquiera que uno dirigiera la vista, 
veía heridas que manaban sangre. 

Y sobre la pedregosa tierra de la falda del Cerro, 
retumbaba el chocar de los cascos de la caballería 
-en su loco correr ..... 

No fué chica la sorpresa de los agresores que no 
esperaban acometividad semejante; y de sus filas 
caín descabalgados los ginetes. Ello no obstante, 
se defendían los valientes, sabían morir, se inmola- 
ban al orgullo varonil, porque orientales al fin, eran 
de raza valerosa. 

Ante la inutilidad de tanto sacrificio, los sitia- 
dores sobrevivientes iniciaron la dispersión fugitiva, 
perseguidos y hostigados sin vacilaciones por los 
troyanos. 



Al frente de los perseguidores, en primera linea, 
siempre en ‘punta, — como vaqueante del triunfo, 
iban Tajes y su ayudante Zas repartiendo mandobles 
a diestra y siniestra, la vez que con gritos, esti- 
mulaban a sus soldados para que^no desmayaran 
en la persecución. f(' 

— ¡ Carguen, muchachos, que ya disparan esos 
flojos ...!!! 

Las lanzas de los dos jefes parecían alargarse ha- 
cia adelante como queriendo sacar la delantera a 
la cabeza de los caballos que montaban en desenfre- 
nado correr, a la caza de enemigos. Y, paralelas, 
tendidas hacia la misma Meta, parecían dos rieles 
de la Muerte. La de Tajes ya iba cosquilleando la 
espalda de un enemigo que, cada vez, en el ansia 
de escapar, más y más se echaba sobre el cuello del 
caballo que debatía sus remos en el máximo de la 
carrera que le daban sus fuerzas. 

Un segundo más, un envión más, y la media luna 
del Bayardo Oriental arrojaría por sobre la cabeza 
del bruto en plena fuga, el cuerpo de un hombre 
en sus últimos estertores. 

La de Zas dejó de trazar la linea paralela para 
convertirse en convergente en la vertiginosidad 
de la persecución, como celosa y ansiosa a la vez 
de participar de aquella presa que quería exigir 
a la fatalidad de la tragedia. 

Los extremos de ambas lanzas se tocaban ya so- 
bre la espalda del prófugo; y en el preciso momento 
en que los dos fierros, furiosos y con ansias de mor- 



der se recogían con ímpetu para, dar el golpe deci- 
sivo, el acosado ginete, volviendo la cara, y perfilan- 
do el cuerpo para pedir clemencia, sin amenguar 
el desenfrenado correr de stv ? <Mballo, imploró: 

— ¡No me nortes « Mensura »...!!! 

¿ Qué pasó p|S’ el alma «leí jefe colorado al oír 
semejante pedido ? 

Rápidamente, con una celeridad inverosímil, la 
lanza de Tajes desvió la de su ayudante Zas que iba 
a hundirse en la espalda del prófugo, a la vez que 
aquel gritaba: 

— j Rendite, que no te mato!!! 


* Mensura » era el apodo infantil, el mote colegial 
con el cual, sus compañeros de juego de épocas 
más felices, llamaban a Tajes, debido sin duda al- 
guna a la circunstancia de que el padre de ese jefe 
era agrimensor o se dedicaba por lo menos a la 
medición de terrenos. 

Ante ese llamado afectivo, pronunciado en mo- 
mentos en que el corazón no responde más que a 
un sentimiento atávico, a un ansia de venganza, 
Tajes volvió a ser el Tajes de los días de paz y sintió 
que quien lo llamaba así, como a un hermano, tenia 
que ser por fuerza, un compañero de la infancia; — 
y fué por ello, precisamente, que la súplica detuvo 
el golpe amenazante. 


Reconocido el prisionero, resultó ser, en efecto, 
un camarada de los Tajes de los lejanos días en que 



se sazonaban los afectos al calor djfelos bancos es- 
colares; — y gozoso por el feliz hallazgo, feliz por 
haber vuelto a oir en momentos en que no se escu- 
chaban más que bia$$emias y frases llenas de odio 
y de venganza el apodo al cual había respondido 
en los momentos de juego e invó^do tan oportu- 
namente, Tajes entregó al prisionero a un grupo 
de sus soldados con la expresa recomendación de 
que se le respetara. 

— Vuelvo enseguida, hermano, dijo al prisionero 
a la vez que tendía nuevamente a la carrera a su 
corcel para proseguir la persecución de las fuerzas 
de los del Cerrito. 


Pasaron algunas horas y el Bayardo Oriental volvió 
a su campamento después de llevar la persecución 
hasta donde fue posible llevarla, ansioso de ver 
•a su cautivo con el cual, refrescado ya el ardor de 
la pelea por la dulce cordialidad de los recuerdos 
de los días idos, pasaría uno de los mejores ratos 
de su vida. 

— ¿ En donde está el prisionero que les entre- 
gué ?, preguntó a un grupo de sus soldados, sin des- 
montar del caballo. 

Y un silencio profundo, de mal agüero, fué la 
respuesta. 

— ¿ En donde está el prisionero que les entregué ? 
volvió a insistir con marcadas muestras de impa- 
«ciencia. 

— Lo mató el indio Manuel, contestó alguien. 



— i Y en donde está ese miserable asesino ?, 
inquirió ansióse^ mirando amenazante, trémulo de 
coraje, hacia todos lados ! 

— Enseguida de matarlo, hj^yg. 

— ¡ Ah, bandido, canalla ! f Háy que tratar de 
que no se escajjgfe !! ¡ Pronto ...!!! ¡A ver. . . ü! 
*l¡ Salgan varias comisiones en su persecución !!; 


El corazón de Tajes templado a todos los sinsa- 
bores, hondamente conmovido, hizo subir a sus 
ojos lágrimas de dolor y de ternura al mismo tiempo 
que su boca pronunciaba palabras iracundas contra 
el prófugo asesino. 

Y antes de dejarse ver por sus soldados en hondo 
llanto como lo pudo haber hecho el £ Mensura » 
de los bancos del colegio, porque volvió a sentirse 
niño, cerró piernas a su caballo alejándose del grupo 
que formaban sus compañeros de armas, con el fin 
de buscar en la soledad de su alojamiento, un poco 
de tranquilidad para su cuerpo y para su espíritu 
tan hondamente sacudidos en ese aciago día. 


DIVISAS 


A un capitán Etchart — mozo bravo y muy co- 
lorado, — le faltaba el brazo izquierdo. 



18 - 


En una de las últimas guerras»,j 3 u divisa llevaba 
el siguiente lema: 

« LO QUE QUEDA, PARA MI PARTIDO » 

H 

#>• 

Un buen muchacho de Sa»í Jacinto, Nicolás 
Preyones, cuando la de 1904, lucía amplia divisa 
colorada con esta escéptica leyenda: 

«NO CREO EN BRUJAS » 

La acción de Fray Marcos lo sorprendió en la 
ciudad de Canelones; y al otro día, en el primer 
tren, cuando se iniciaba el éxodo de los colorados 
hacia la capital ante la posibilidad deque los blan- 
cos llegaran hasta allí — como ocurriera cuarenta y 
ocho horas después, — el amigo Preyones era de los 
de la partida. 

No creía en brujas pero les esquivaba al 

bulto. 


« aire libre y carne gorda » era el lema que 
en amplia divisa blanca, lucía un revolucionario de 
1904. 

Todo un programa . . . para vivir de arriba. 


veinte yardas. Pasaba el ejército revolucionario 
frente a un almacén de campaña en donde los sol- 



- 1 » — 


dados ciudadanos se proveían de mercaderías y 
y vituallas. 

Un revolucionario cuya divisa ya estaba incolora 
y asaz arrugada, — después 4 e efectuar modesta 
compra de yerba y azúcar y reparando que sobre 
el mostrador se>^encontraba una pieza de madrás 
atada con una cinta azul, dijo al patrón: 

— Diga, don ¿ No me dá de «ñapa», ésta 

cinta pa divisa ? 

— Con mucho gusto. Pero es el caso que la cinta 
tiene un letrero en inglés que yo no entiendo. 

— ¡Ah !! No l’hace...!! Tal vez sea pa 

mejor !! 

— Muy bien amigo. Aquí tiene la cinta. 

Y las huestes revolucionarias contaron con una 
nueva divisa. 

« TWENTY YARDS » 

Como en el ejército no habían traductores, el 
hombre recorrió la campaña, pueblos y ciudades, 
sin saber cual era el lema de su cinta, hasta que mister 
Boner, simpático inspector de tráfico del Ferro 
Carril Central le preguntó en su mal castellano. 

— Digue amigue ¿ Qué quiere dice veinte yar- 
das ? 

— 4 Quién % ¿ Yo ? 

— Yes 

— Yo no digo nada. 

— Su divisa dice 

— ¡ Ah ü 4 Dice eso ? 



— JO 


— Yes. 

— ¡ Macanudo 


Era tal la pasión, tal encono, tal el ansia de matar, 
que en las últimas guerras se veían divisas revolu- 
cionarias con la siguiente leyenda: 

«JUBO POR MI BIEN QUERIDO, NO DEJAR SALVAJE 
VIVO *. 

O sino esta otra, plagio de la anterior 
« JURO POR MI BIEN AMADO NO DEJAR UN COLORADO ». 

Fácilmente comprenderá el lector, que para 
llevar divisas tales, era indispensable que quien 
la ostentara estuviera dotado de cabeza de respe- 
table circunsferencia. 

Y hay quien añrma que, en algunos casos sobraba 
todavía paño en limpio. 

Pero estos hombres nunca hicieron proezas .... 

Como no la hizo tampoco otro colorado que os- 
tentaba en su divisa este apostrofe: 

« ¡ BLANCOS SARNOSOS ! » 


En cambio, tal vez haya hecho algo por la riña, 
un revolucionario del 97 que filosóficamente preve- 
nía en su divisa al adversario. 

« TREINTA AÑOS DE AUSENCIA. SALVAJES ... ¡ TEN- 

GAN PACIENCIA ! » 



— 21 — 


En el Ejército del general Benavente durante la 
guerra de 1904, había un negro más alto que un 
rancho, que ostentaba orgulloso su divisa roja con 
la siguiente leyenda: 

« NEGRO SERÉ. BLANCO EN LA P . . . VIDA », pero .... 
sin los puntos suspensivos. 

Al final de cuentas, se trataba de un moreno que 
antes de ser « blanco » prefería continuar siendo 
negro. 

¡ Y que diablos, había que dejarlo que se hiciera 
el gusto !!! 


UN APENO CODICIADO 


El lujo criollo de nuestros hombres de campo y 
aún mismo entre los habitantes de la ciudad — ya 
que no contábamos con los cómodos medios de lo- 
comoción de que hoy disfrutamos, — era hasta sesenta 
años atrás, — el apero, — rebosante de oro y plata 
cuando se trataba de gente acomodada. Estancie- 
ros, rentistas, funcionarios, jefes, oficiales, y hasta 
el paisano humilde, empleaba sus ahorros en la 
adquisición de un lujoso apero. 

Verdaderos orfebres tenían a su cargo la orifica- 
ción de cabezadas, petrales y estribos de campana, 
a la vez que ampollaban como si lo hicieran con 



— 22 — 


burbujas de plata alternada con los pasadores labra- 
dos, — el cabestro y las riendas de cuero o de tientos 
primorosamente trabajados. 

Pero, donde hacían derroche de buen gusto los 
artífices plateros, era en los grandes y campanudos 
estribos, primores que daban la impresión de ver- 
daderos encajes metálicos, en los cuales destacaban 
los caprichosos dibujos e iniciales en oro corres- 
pondientes al nombre y apellido del propietario, 
sobre bruñida plata brasilera. Cuando se trataba 
de jefes, era corriente que el petral, en la parte 
que coincidía con el « encuentro » del animal, 
ostentara en plata el escudo nacional con la balanza, 
cerro, caballo y buey, en oro. En un corcel enjaezado 
así, el ayudante de don Francisco Tajes, capitán 
don Pedro Zas en su ir y venir en la batalla de Ca- 
gancha cuando la revolución de César Díaz, despertó 
la codicia de los adversarios, muchos de los cua- 
les, — ni cortos ni perezosos, trataron varias veces 
de bolearle o matar el caballo que montaba, para 
« carchar » tan buena presa. El relumbramiento de 
tanta plata y oro, hacía quitar de debajo de los 
pobres y viejos cojinillos de cuero de carnero de 
los soldados adversarios en ambiciosos afanes, las 
boleadoras gauchas, con sus tres extremidades de 
anhelos homicidas, para volar cual pájaros sinies- 
tros tras los arneses fulgurantes del bravo oficial 
colorado. Ni bolas ni tiros de fusil pudieron alcan- 
zar ni al ginete ni al caballo, amparados — pare- 
cía — por las invisibles alas de una hada protec- 



— 23 — 


tora. Y de Cagancha, las huestes revolucionarias 
se corrieron hacia el Paso de Quinteros, en donde 
el rico apero del capitán Zas habría de despertar 
nuevas ambiciones. 

Salvada la vida del capitán Zas por la magná- 
nima intervención del entonces comandante Bur- 
gueño, un oficial gubernista le dijo confidencial- 
mente: 

— Capitán; ese apero será la causa de su muerte. 

— Yo no veo 

— Es que, por apoderarse de él, hay quien piensa 
en asesinarlo a Ud. 

— Pero ... ¿es posible ? 

— Si señor; Fulano de Tal — agregó el oficial blan- 
co — revelando entonces el nombre de una persona, 
que después y hasta la revolución de 1904, gozó 
de grandes prestigios como jefe, dentro del partido. 

— Y bueno, si es el destino . . . 

— Es que yo quiero y debo evitar ese asesinato 
y ese robo. ¡ Sería una vergüenza . . . ! 

— ¿ De qué manera ? 

— Entrégueme todo su apero; y cuando Ud. 
llegue a su domicilio, lo encontrará tal cual lo haya 
recibido de sus manos. En cambio, yo le daré mis 
« pilchas de andar », — pobres y deterioradas, pero 
muy bien adquiridas. 

Y desde ese día, durante la triste marcha hacia 
Montevideo, el prisionero Zas, que no conocía ni 
el nombre ni el apellido de su detentor, de quien 
creyó ser víctima de un despojo cortés, — porque 



— 24 — 


durante todo el trayecto no volvió a aproximár- 
sele, — miraba con nostalgia cuando se le presen- 
taba la ocasión y a la distancia, a su querido recado, 

Pero ... ¡oh, fatalidad de las cosas !! 

El humildísimo recado gaucho que le cambiara 
el oficial gubernista, había de despertar a su vez, 
la codicia peligrosa de un negro hercúleo que inte- 
graba la custodia de la carabana mutilada y pri- 
sionera que, en su peregrinación hacia la Capital, 
continuaba dejando de trecho en trecho con las fa- 
tídicas « quintas », lagunas de sangre generosa .... 

Las miradas de codicia del moreno que no esca- 
paron a la sagacidad del capitán Zas, unidas a vi- 
gilancias excesivas y a reprimendas tan injustas 
como intempestivas que no tenían sin duda otra 
finalidad que la de provocar un gesto de protesta o 
de rebelión que justificara el asesinato, advirtieron 
al prisionero que debía proceder con toda saga- 
cidad, si quería librarse del lanzaso que lo acechaba. 

— Diga, soldado, le dijo amablemente y en mo- 
mento oportuno. 

— ¿ Qué quiere ? respondió el negro con altanería. 

— Deseo hacerle un regalo para que conserve 
un recuerdo mío . . . 

— ¿ Cuál regalo ? 

— Este apero. 

— ¿ Ya mesmo ? 

— Ño; ahora no puede ser. . . 

— ¿Y cuándo, entonces * respondió el moreno 
arrugando nuevamente el ceño. 



— 25 — 


— Cuando lleguemos a la Unión. Ud. se hará 

cuenta de que yo no voy a marchar en pelos 

— ¡ Es razón . . .!!, — subrayó resignadamente el sol- 
dado, rascándose las motas con sus dedos de garras. 


Desde aquel momento, el futuro poseedor de 
aquellas pilchas rancheras, se convirtió en el máa 
eficaz guardián de la integridad del prisionero; 
y llegada la columna al término de su jornada en 
la Villa de La Unión, recibió jubiloso del capitán 
Zas, el prometido regalo. 

Y no fué chica la sorpresa del oficial colorado r 
cuando al llegar a su casa, el oficial blanco, adelan- 
tándosele, había entregado ya el centelleante apero 
que con él, — su dueño, — habría de prevocar a 
la Muerte en sus correrías guerreras de Caganeha* 
y en la triste condición de prisionero, cuando se es- 
cribió con sangre el epílogo de la tragedia del Paso- 
de Quinteros 


SU ABE Z 7 APABICIO 


Cuando existía todavía el Fuerte de Gobierno 
en lo que es hoy Plaza Zabala y en donde se encon- 
traban instaladas las oficinas de la Presidencia^ 
de la República, Ministerios, Tesorería y Contaduría* 



— 11’6 — 

-de la Nación, etc., etc, era costumbre que los mili- 
tares de alta graduación concurrieran a saludar 
una o dos veces por semana al Presidente de la 
República y al Ministro de Guerra y Marina. 

Por la época a que nos vamos a referir, desempe- 
ñaba la primera magistratura del País, don Pedro 
Varela; y el Ministerio de Guerra y Marina, el coro- 
nel don Lorenzo Latorre, quienes eran visitados 
frecuentemente por los caudillos Timoteo Aparicio 
y José Gregorio Suárez, los mismos que, en original 
duelo a lanza y en presencia de las huestes que am- 
bos acaudillaban, se batieron años antes en los 
-campos del Pedernal, para dirimir de una vez por 
todas, la supremacía « de la mejor lanza », ya que 
el cetro de esa gloria lo repartían entre ambos. 

Volvamos a la anécdota. 

Suárez vestía en Montevideo, pantalón militar 
y chaquetilla con las presillas correspondientes a 
su alta graduación; — pero, en vez de cubrir su 
cabeza con el kepí de orden, lo hacía con una galera 
de felpa. 

En cambio, don Timoteo Aparicio, hombre pre- 
sumido, vestía siempre de paisano, cubriendo su 
cabeza con un gacho. El lujo del caudillo blanco, 
lo constituía una gran capa de paño negro con vuel- 
tas de seda de color celeste y un grueso bastón. 

Tanto el uno como el otro, eran recibidos por 
la guardia militar que mataba sus ocios a ambos 
lados del portón de entrada del Fuerte, con los 



honores correspondientes; y ni bien eran avistados, 
el cabo cuarto gritaba: 

— ¡ A formar la guardia !! 

Cuando era el general Aparicio quien llegaba 
primero, preguntaba al oficial de guardia que salía 
a cumplimentarlo. 

— I jSTo ha venido Goyo Jeta ? 

Si la respuesta era afirmativa, Aparicio seguía 
de largo; y si era negativa, hacía la visita al man- 
datario o al coronel Latorre. 

Y cuando era el general Suárez quien se detuviera 
frente al oficial de guardia tocaba a él preguntar: 

— ¿No está ahí el mulato Aparicio ? 

El vencedor del Sauce, ajustaba su conducta al 
dispasón que el vencedor del Pedernal. 

Aquellos dos hombres, eternos rivales, fueron 
irreconciliables. 


¡MULATO YO:....? ¡AY JUNA...!! 


Producido el motín del 75, el general don Timo- 
teo Aparicio se puso abiertamente de parte del 
dictador Latorre; e invitado el caudillo que se en- 
contraba en Florida a que bajara a Montevideo, 
así lo hizo, siendo recibido con toda clase de agasa- 



— 28 — 


jos por la gente del nuevo gobierno y por muchos 
ases del b anquismo. 

Después de una entrevista celebrada en el vie- 
jo Fuerte ( hoy plaza Zabala ) entre Latorre y Apa- 
ricio, al salir éste a la calle, fué recibido por un gru- 
po de entusiastas motineros a los gritos de — ¡ Viva 
el general Aparicio !! 

Entre aquellos, había una persona de « letra menu- 
da » que queriendo destacarse en los vítores, lanzó a 
todo pulmón el de — ¡ Viva el Murat uruguayo !! 

Don Timoteo Aparicio que no sabía de otra cosa 
que jugarse valientemente la vida en los combates 
y que aparte de analfabeto, era de color café con le- 
che, pero con sus pretensiones de pureza de raza 
blanca, volviéndose airado hacia su admirador, 
rugió: 

— ¡ Yo te viá dar mulato, cajetilla hijo de una 

gran !! 

Y hubo que explicarle entonces quién era Murat, 
después de lo cual el caudillo exclamó con aire sa- 
tisfecho. 

— ¡ Ah !! Yo craiba que me había dicho 

otra cosa !! 



— 29 - 

LAS LEVAS 


Vivíamos los días de la revolución de 1897, bajo 
el gobierno de don Juan Idiarte Borda. 

Las « levas », especialmente en las horas de la 
la noche, — funcionaban en las calles de Montevi- 
deo con todo rigor. Prójimo civil que anduviera 
por la vía pública sin los correspondientes resguar- 
dos, ya fuera la papeleta de extranjero o una cer- 
tificación de estar exento del servicio militar, — se 
veía detenido a cada rato por los cazadores de hom- 
bres, — grupos formados por dos o tres soldados. 

Cierta noche que un pobre muchacho de 16 a 18 
años, se aventuró allá por las Tres Cruces a alejarse 
más de lo conveniente del zagúan de su casa, fué 
atropellado por los componentes de una leva, que 
venía a resultar para la juventud, lo que es ahora 
la perrera municipal para los canes, — ni má ni 
menos 

Receloso el joven al que se había cortado la 
retirada con el fin de que no pudiera retornar a 
su casa, echó a correr ante el peligro que lo ame- 
nazaba, a todo lo que daban sus piernas. ¡ Qué 
digo !'¡ Más que correr, volaba !; y sus perse- 

guidores atrás, encarnizados en darle alcance. 

¿ Era un « manate » el muchacho ? 

No lo sabemos; pero si, recordamos perfectamente 
bien, la malquerencia que sentían los milicos de 
las levas hacia todos los « cajetillas ». 



— 30 — 


— ¡ Maricas ! ¡ — decían — ! ¡ De día se lo pasan 
en el zótano, o bajo las polleras de las mamás, para 

salir de noch|> como las cucarachas !!! ¡ Qué 

desgraciaus ! 

Y el pobre muchacho, jadeante, con la lengua 
afuera, seguía corriendo, corriendo, para no ser 
atrapado 

De pronto, un almacén ( si mal no recordamos 
« Del Velódromo Uruguayo », — 18 de Julio y Vic- 
toria ) cuya puerta cerraba su propietario en ese 
momento, — diez de la noche — le brindó asilo. 

— ¡ Déjeme entrar que me viene persiguiendo 

la leva !! ¡ Sálveme señor . . . . ! 

Y sin esperar respuesta, buscó su seguridad en 
la pestilente piecita del fondo, en donde se exten- 
dió sobre el siempre húmedo piso de portland, cre- 
yendo así y gracias a la incierta luz que había, 
disimular mejor el bulto de su personalidad cor- 
pórea, a la visual de sus perseguidores. 

Segundos después llegaban los milicos. 

— Venimos en busca de « ese » que se metió aquí, 
dijeron al almacenero. 

— Pero 

— ¡ No hay peros que valgan !!!!! 

¿ O que se cree Ud. que vá a servir de tapadera t 

Y sin esperar a mas nada, penetraron al local. 

— Todos éstos, ché, — dijo uno de los solda- 
dos, — con el jabón que tienen, no atinan a otra 
cosa que a esconderse en la letrina. 

— ¿ Vamo a embromarlo ? 



— 31 — 


— ¿Vos lo querés llevar ? 

— Y pa que ...!!! ¿ Pa trabajo ? 

— No; decía é 

— Güeno, vamo a buscarlo, entonce. 

Y la pareja, en la semi oscuridad del patio, enca- 
minó sus pasos hacia el W. C., cuya puerta perma- 
necía abierta de par en par, dejando ver sobre el 
piso una mancha negra, inmóvil. 

Los milicos, tocándose con los codos en señal 
de inteligencia, se acercaron hasta detenerse junta 
al umbral de la puerta. 

— ¿ No te dije que no estaba aquí ?, — dijo uno 
de ellos, conteniendo a duras penas la risa, próxima 
a estallar en sonora carcajada. 

— Pero ché . . . Yo hubiera jurao que lo vida 

dentrar al armacén 

— ¡ Si yo te decía que no !!! 

— ¿Y ahora que hacemo ? 

— ¿ Vamo a miar ? 

— Vamo .... 


Y uno primero y el otro después, rociaron el cuer- 
po del pobre joven que creyó sinceramente que su 
salvación la debía a la oscuridad que reinaba en 
el destartalado patio del almacén 



— 32 — 


RITORNIAMO VIHOITORI... 


Cuando el desgraciado asunto de Yolpi y Patrone, 
del cual nos hemos ocupado ya en otra obra, nos 
abocó a una reclamación diplomática que nos plan- 
teara el gobierno italiano, — las cosas llegaron a 
extremo tal, que la cañonera de aquel país « La 
Caracciolo», mandada por el comandante Amézaga 
y fondeada en nuestras aguas, se aprestara a bom- 
bardear la ciudad. 

Sotto voce, — así nos dice un amable y descono- 
cido colaborador, — se dijo en aquellos angustiosos 
días, que Amézaga habría cumplido sus propósitos, 
si el mas tarde almirante Cordero, — jefe entonces 
del monitor argentino « El Plata » de estación en 
la bahía, — no le hubiera mandado aviso de que, — 
al primer disparo que hiciera sobre la plaza, hundiría 
a la nave italiana. 

Y sotto voce también se dijo, que el Presidente 
habría evitado los cañonazos porque, cuando el 
ministro italiano le expresó que de no accederse a 
su demanda haría bombardear a Montevideo, San- 
tos le contestó que al sentirse el primer disparo, él, 
a su vez — daría orden en el sentido de que se mata- 
ra a todo italiano que hubiera en el país, por cuanto 
si las balas de esa nacionalidad eran buenas para 
quitar la vida a personas que nada tenían que ver 



en la incidencia, los uruguayos, por su parte, ten- 
drían el derecho de ejercitar tal represalia. 

Lo que es rigurosamente exacto — nos lo afirma 
así el colaborador, porque él lo ha visto, — es que en el 
«Museo Madama», de la ciudad de Génova, que fun- 
ciona en la Vía Garibaldi, se exhibe en una vitrina 
la valiosa espada de honor que los connacionales 
de Amézaga le regalaron con motivo de aquella 
incidencia, — espada que lleva estampada en su 
hoja, la siguiente leyenda. 

« Al valiente almirante Amézaga por su conducta 
heroica frente a Montevideo » 

Cabe preguntar aquí, cuál fue la heroicidad que 
tuvo a su cargo en la emergencia que nos ocupa 
el entonces comandante Amézaga, pare merecer 
los honores del regalo que pasa a la posteridad por 
la amable hospitalidad que le brinda un museo pú- 
blico y por un acto que, en ningún momento alcanzó 
la altura bélica a que pretendió elevarlo la patrio- 
tera fantasía de los generosos donantes del obsequio. 

Bien es verdad que, como en Génova nadie cono- 
ce como pasaron las cosas, — la espada tendrá allá 
a nuestra costa, aparte de su valor intrínseco, uno 
histórico en grado superlativo, que está muy lejos 
de merecerlo. 



— 34 — 


LA ESPADA DEL G-ENEBAL BATLLE 


La revolución que en 1870 encabezara el general 
Timoteo Aparicio contra el Gobierno del general 
don Lorenzo Batlle, llegó a alcanzar proporciones 
alarmantes para la estabilidad del Partido Colo- 
rado en el poder. 

La caida de la Fortaleza del Cerro que se creía 
inexpugnable, en poder de las fuerzas revolucio- 
narias, produjo en el ánimo de los colorados un efec- 
to desastroso. 

Aquella defensa de la época colonial, era además, 
un símbolo. 

Entre la gente de la plaza sitiada se hablaba de 
traiciones; y esta inseguridad, esta desconfianza, 
había abatido la moral de los soldados. 

El general Batlle, dándose exacta cuenta de la 
situación creada y con el propósito de neutralizar 
el efecto del contraste, decidió ponerse al frente 
de sus tropas y llevar un ataque al pueblo de la Unión, 
que había caído también en poder de los blancos. 

Cuando se daban los últimos toques a los prepa- 
rativos bélicos en la plaza de armas del 3.° de Guar- 
dias Nacionales que mandaba el comandante clon 
Pedro Zás, un sargento veterano de la Nueva Troya, 
listo ya para la marcha, se mostraba contra su cos- 
tumbre, entristecido. 



— ¿ Qué es eso, sargento ? ¿ Está cansado de 

guerrear ? preguntó el comandante Zás. 

— No, mi jefe. Es que pienso que estamos ven- 
didos, — y ésta, — créalo, — es la opinión general. 

Y el sargento, viejo compañero del jefe, dió a 
éste sin pensarlo siquiera, la pauta para entonar 
el valor y la confianza entre sus soldados. 

Vibraron los instrumentos tocando tropa; y 
durante unos segundos, la plaza de armas del 3.° 
de Guardias Nacionales se convirtió en un verdadero 
torbellino de gente que corría a ocupar sus puestos 
con las armas en la mano. 

Firmes ya los soldados, el comandante Zás arengó 
a la tropa en actitud gallarda y con frases llenas 
de entusiasmo. Había que ir a La Unión a tomarse 
la revancha de lo ocurrido en el Cerro. 

Y en ese momento, la austera figura del Presi- 
dente de la República General don Lorenzo Batlle, 
quien una vez más, enseñaría a sus huestes, cual era 
el camino de la Victoria, apareció en el Cuartel. 

Listo el batallón, el comandante Zás pasó una 
ojeada inspectiva por todas las compañías formadas 
en cuadro. 

El capitán A. C. no aparecía al frente de la suya. 

— ¿Y ese señor oficial en donde se encuentra ? 
preguntó al ayudante. 

— Anda por ahí . . . 

— ¡Por ahí!, — en estos momentos de prueba!! 
¡ Es inaudito ! 

Lo busca entonces el jefe y lo vé como azorado 



— 36 — 


demostrando, con su actitud, el deseo de quedarse 
en el cuartel. 

— ¡ Qué es eso capitán !; — preguntó en presen- 
cia del Presidente déla República, que contemplaba 
silencioso la desagradable incidencia. 

¿ Como es que IJd. no se encuentra al frente de 
su compañía ? 

— Es que no tengo espada, mi comandante. 

Ante semejante respuesta, el comandante Zás 

midió con una mirada llena de desprecio a su inter- 
locutor; y con gesto iracundo, arrancándose la que 
llevaba prendida a su cinto, la entregó a su subal- 
terno, diciéndole en alta voz para que lo oyera todo 
el batallón. 

— ¡ Tome la mía ! — Yo no necesito espada para 
atacar al enemigo. 

¡ Yaya ahora a ocupar su puesto !! 

Y entonces ocurrió algo inesperado. 

El general Batlle, tranquilamente, desprendién- 
dose la suya, dijo también en alta voz al jefe del 3.° 

— ¡ Lleve Ud. la mía ! 


Aquella escena inesperada, tocó el alma de los 
soldados, muchos de los cuales no pudieron ocultar 
sus lágrimas de alegría al verse mandados por jefes 
tan caballerescos. 

La espada del general Batlle fué en todos los 
momentos de la vida del coronel Zás, uno de los 
objetos mas preciados, — algo así como una reli- 
quia; y más de una vez, sus trémulas manos de an- 



— 37 — 


ciano, acariciaron con amor la empuñadura del 
arma con la que se había ganado en el campo de 
batalla, el ascenso a coronel. 


¡SIEMPRE A LA VANGUARDIA! 


El Batallón 3.° de Guardias Nacionales, inte- 
grado con muchachada selecta de Montevideo? 
era la unidad mimada; y como las demás organiza- 
ciones de esa misma categoría, ocupaba como un 
honor en los desfiles, puesto de vanguardia. 

Alistado el ejército de la plaza para ir a la recon- 
quista del pueblo de la Unión cuando la guerra del 
primer Aparicio, — marchaba el 3.° para el lugar 
que se le había asignado en la columna expediciona- 
ria, cuando al pasar por frente a uno de los batallo- 
nes de linea, — sus rivales, aunque compañeros, — 
el jefe de aquel gritó al comandante Zas. 

— ¡ Vamos a ver si hoy quieren también la van- 
guardia . . . !! 

Y el jefe el 3.°, que marchaba orgulloso con la 
espada que momentos antes le diera el Presidente 
de la Bepública, respondió lleno de entusiasmo. 

— ¡Ya lo creo que lo queremos !! 

El comandante Zás gestionó y obtuvo el puesto 
de honor; y con su batallón, marchó a bandera 



desplegada al encuentro del enemigo, al que desa- 
lojó a fuerza de la guapeza desplegada por sus 
muchachos, de las posisiones que ocupaban, — en- 
tre ellas, la del colegio, desde donde se les hacía 
mortífero fuego. 

En lo más recio de la pelea, el Presidente de la 
República que parecía agraciado con el don de la 
ubicuidad, pues en donde quiera que hubiera peli- 
gro allí se le veía acompañado del Ministro de Guerra, 
se colocó al lado del comandante Zás. 

— 8. E. y el señor Ministro se encuentran mal 
aquí; y me permito rogarles que se retiren, — les 
dijo el jefe del 3.°. 

— ¿ Porqué razón ?, contestó el general Batlle. 
— Porque los yan a matar quedándose en este lugar. 

— Lo mismo que a Ud. . . . 

— Yo soy solo un jefe de Cuerpo; y si caigo, hay 
quién ocupe mi lugar de inmediato. 

En cambio Y. E, es el Presidente de la Repú- 
blica .... 

Y como tanto el general Batlle como su Ministro 
se negaran a abandonar el peligroso lugar, el coman- 
dante Zás, con el fin de evitar dentro de lo posible 
que el primer magistrado pudiera ser alcanzado 
por las balas que silbaban sobre las cabezas del 
terceto, se colocó con el caballo que montaba ante 
aquel, con el fin de ampararlo. 

El general Batlle que se dió cuenta de la ma- 
niobra, ordenó secamente: 

— ¡ Retírese coronel !! 



Pero, como el hasfca en ese momento comandante 
Zás no se diera por aludido, el primer magistrado 
de la Nación volvió a insistir: 

— ¡ Le he ordenado que se retire, coronel ! 

— ¿ Es a mi a quien se dirige S. E. ? 

— Es a Ud. mismo, coronel Zás. 

— Esta bien, general. 

Y el bravo jefe de 3.°, se mezcló con sus tropas 
de ataque, que más tarde retornarían victoriosas 
al cuartel. 

Al día siguiente, don Pedro Zás recibía los despa- 
chos de coronel. 


EPISODIOS DEL COMBATE DE ARBOLITO 


En la guerra de 1897 y cuando se desenvolvía 
la acción de Arbolito durante la cual había de caer 
para siempre, victima de su desenfrenado arrojo 
Chiquito Saravia, el bravo jefe de la Compañía 
Urbana de Meló, capitán Iriondo, recibió de labios 
del general Muniz la orden de ir a ocupar el frente 
del ala izquierda del ejército gubernista. 

La situación era grave para la suerte de Muniz. 
— Teniente ítesler, dijo a su segundo el capitán Irion- 
do: al soldado que de vuelta mátelo. 

Y Muniz que lo oyó, agregó en tono risueño. 



— 40 — 


— Y al oficial que de vuelta, que lo maten tam- 
bién, capitán. 

Ya iba transcurrida mas de una hora de rudo 
combate, cuando en el campo gubernista y al lado 
de su jefe, — un oficial entregaba una carta al ge- 
neral Muniz, diciéndole que era de Chiquito Saravia. 

El General Muniz tomó el sobre sin mirarlo y des- 
pués de estrujarlo con rabia, lo hizo pedazos. 

Onofre Xavier — que tal era el nombre del atre- 
vido emisario, tuvo todavía la osadía de agregar. 

— Y dice si se entrega . . . 

Muniz que tenía que vengar la muerte de su hijo 
Segundo, víctima propiciatoria del movimiento de 
1896, se estremeció de ira; y cuando menos lo pen- 
só, porque todo fué obra de un instante — Xavier 
desaparecía del campo colorado como por encanto, 
antes de ser atravesado por la lanza del caudillo. 

Ganada la acción por las fuerzas gubernistas, 
Muniz, después de reunir a sus escuadrones, se diri- 
gió al comercio de Pippo y Falco, en donde supo 
que Chiquito Saravia había dictado la carta a sil 
segundo Benito Yiramonte, invitándole para que 
se rindiera. 

Escrita la misiva y cuando llegó el momento 
de trazar la dirección en el sobre, preguntó Yira- 
monte. 

— ¿ Le pondremos general ? 

A lo que contestó Chiquito. 

— No, ¡ que le vas a poner eso ! Ponele Justino 



— 41 — 


y gracias ! Esa es oveja que tiene poca lana y muy 
pronto la vamos a esquilar. 

Y cuando Muniz, muy gaucho también, oía son- 
riente las referencias del comerciante, no pudo 
menos que exclamar: 

— Poca si; pero con abrojos. 


TAJES 7 HERRERA 


Julio Herrera y Obes, durante los últimos años 
de su vida, llegó a pasar momentos financieros 
angustiosos — de miseria casi. El, que fué todo en 
su país y el áncora de salvación de muchos que más 
tarde habrían de darle la espalda, llegó a carecer 
de lo más indispensable para atender a su subsis- 
tencia. José A. Tavolara, su fiel amigo de todos los 
momentos, quién visitaba también frecuentemente 
al teniente general Máximo Tajes, llegó cierta 
día a casa de éste, desolado por la situación angus- 
tiosa en que se encontraba el ex- mandatario. 

— Vengo de lo de Julio Herrera, general, decep- 
cionado de los hombres. 

— ¿ Porqué amigo Tavolara ? 

— Porque todos son unos ingratos .... !! 

— ¡Y me lo viene a decir a mí ... !! - 



— 42 — 

— ¡ Oh, general!! Vil. ha sentido y siente tam- 
bién en carne propia esas ingratitudes ! Vd. que ha 
sembrado tanto bien .... 

— ¿ Qué le ocurre a Herrera ? interrumpió Tajes. 

— Que hoy le cortan las aguas corrientes por 
falta de pago; y que carece también de lo mas 
indispensable para comer .... 

El General desvió la conversación hacia otro 
tema; y cuando el Sr. Tavolara se hubo retirado, 
llamó a su ex -ayudante, el entonces comandante 
Gamarra — hoy general — ejemplo viviente de una 
consecuencia única. 

— Gamarriña, le dijo. ¿ Me quiere hacer Vd. 
un servicio ? 

Conviene decir que Tajes llamaba cariñosamente 
a Gamarra, por Gamarriña; y que muy raras — ra- 
rísimas veces — ordenaba, pidiendo siempre las co- 
sas como servicio. 

— Ordene general. 

— Hágame el favor de colocar este billete de 
quinientos pesos dentro de un sobre, al cual pondrá 
Vd. la dirección del doctor don Julio Herrera y 
Obes, tratando de que llegue a su destino sin que 
nadie sepa, bajo ningún concepto, que he sido yo 
el autor de ese envío. 

Mire que confío en Vd., Gamarriña . . . 

Y el hoy general Gamarra — tan adicto a Tajes, 
aún en los momentos en que, por razones de una 
mala política se consideraba delito ser amigo del 
magnánimo vencedor del Quebracho, al recordar el 



gestó de su jefe y al relatármelo, lo realzaba, lio sola- 
mente por lo que en sí valía para tranquilidad transi- 
toria de Herrera, sino que también porque, como es 
sabido, el general Tajes no era hombre de gran for- 
tuna. 

— Pero, en cambio, le sobraba corazón, terminó 
diciéndome el simpático y fiel general Gamarra, 
cuando me refirió esta anécdota, a la vez que dán- 
dome una palmada en el hombro, agregaba: 

¡ Oh !! Tu lo sabes tan bien como yo !!! 


CON HONORES MILITARES 


El hoy coronel R. E. era allá por 1894, alférez del 
regimiento de Artillería de Plaza. 

Un buen día le dijo su capitán: 

— Alférez, tiene que ir con traje de parada al 
Hospital de Caridad a hacerce cargo del cadáver 
del alférez Tal y acompañarlo al Cementerio Central, 
para rendirle honores militares. 

Cuando el alférez E. llegó al depósito de cadá- 
veres de la calle Maciel, se encontró con ocho ataúdes. 

— ¿ Cuál es el del alférez Tal ? preguntó al encar- 
gado. 

— Este, respondió el empleado, — después de 



— 44 — 


alguna vacilación, — señalando el féretro de mejor 
apariencia. 

Los despojos fueron depositados en el modesta 
carro fúnebre que esperaba; y en pos del vehículo 
siguió el piquete, cuyos hombres, con las armas 
afianzadas, marchaban a los sones de un tambor 
templado a la sordina. 

¡ Plam, Plam, Plam !! ¡ Racataplán !! 

Y el pequeño cortejo llegó finalmente a Yagua- 
rón, frente al Cementerio, en donde esperaba una 
veintena de personas. 

Los sepultureros se hicieron cargo del féretro; y 
ya junto a la tumba que lo guardaría, uno de la 
comitiva, el hoy comandante V. con cara y gesto 
de circunstancias, pronunció algunas palabras enal- 
teciendo los méritos del extinto. 

Por entonces estaba establecido que, antes de 
inhumarse los restos, debía quitarse la tapa del 
ataúd para volcar sobre el pecho del cadáver una 
cantidad de cal viva, con el fin de precipitar la des- 
composición. 

Y no fué chico el asombro, cuando el cortejo 
pudo ver que en vez de tratarse del alférez Tal, 
se había llevado a una vieja vestida con el habito 
del Carmen. 

— ¡ Qué es ésto, alférez ? — preguntó con gesto 
adusto el orador fúnebre, al hoy coronel E. 

— ¡Y yo que se!! A mi me entregaron «ésto* 
en el Hospital !! . . . 



— 45 — 

— Pues usted debe llevarse el cadáver de ésta 
«señora y traernos el del alférez Tal. 

— Yo no llevo ni traigo nada. Doy por terminada 
mi misión. 

Y saliendo a la calle, ordenó a sus soldados. 

— ; Flanco derecho ! ¡ Dré ! Cabeza variación 
izquierda, paso redoblado. ¡ Mar !!. 

Minutos después, el piquete flanqueaba el por- 
tón de entrada del viejo cuartel de la Plaza de Ar- 
fóla, dando por rendidos los honores militares de 
ordenanza 


LA DONNA É MOBXLE 


El general don Melitón Muñoz que no tuvo tiem- 
po de ir a la Escuela porque desde muy niño se ini- 
ció en la carrera de las armas, fué en todos los mo- 
mentos, un hombre guapo, bueno y servicial. 

La acción de Fray Marcos, fué el ópilogo injusto 
de su larga carrera militar, en la cual dió siempre 
pruebas de desmedido valor; y sobre su desgracia- 
da actuación en la guerra de 1904, el juicio sereno 
de la historia dirá si el fué el principal culpable 
del desastre. 

Durante muchos años, don Melitón fué el árbitro 
de la política del departamento de Canelones; y ai 



— 46 — 


calor de su indiscutida influencia, surgían los candi- 
datos que mas tarde habían de ocupar puestos 
en el Parlamento Nacional, Jefatura de Policía y 
otros cargos no menos encumbrados. 

Cierta vez que durante el gobierno de Cuestas 
efectuó una reunión política en su estancia de Santa 
Rosa, invitó especialmente para que concurrieran 
a la misma, a los entonces representantes por el de- 
partamento canario, — doctor don Francisco Soca, 
don Santiago Barrabino, don Pedro. C. Escuder 
y no sabemos si también integraba el grupo el ac- 
tual secretario del Senado, mi buen amigo Tibal- 
do Ramón Guerra 

Recibidos por el general con esa hospitalidad 
amplia y sencilla que era tan suya, ordenó a uno de 
sus negros que cebara mate; pero como pasara el 
tiempo y el sirviente no apareciera, dijo a uno de los 
numerosos chicos que él asilaba y protegía. 

— Che, gurí, andate hasta la cocina y decile a 
Braulio que se mueva con el mate. 


Y allá, a las cansadas apareció por el extremo 
de uno de los corredores, mate en mano — pero 
caminando con una pachorra de marcha de tortuga, 
el negro sirviente. 

Ante tanta cachaza, Muñoz gritó sacudiendo 
sentenciosamente la cabeza. 

— Pero . . !! ¡ Movete negro ....!! ¡Si parecés 

la dona inmóvil ... !!! 



— 47 — 


RECETA QUE NO MATA 


En una sesión que celebraba la Cámara de Se- 
nadores, los doctores Ramón P. Díaz y Roberto 
Berro mantuvieron un fuerte debate dialogado 
que determinó al último de los nombrados a enviar 
sus padrinos al senador riverista. 

El doctor Berro, en plena sesión, extrajo del 
bolsillo interior del saco una libreta de recetas 
para redactar en una de sus hojas la carta poder 
dirigida a los señores Ismael Cortinas y Guillermo 
García, retando a duelo al primero. 

Y cuando terminada la sesión le fué exhibida la 
misiva al doctor Diaz, dijo éste al tomarla entre 
sus manos y al observar el membrete profesional 
que ostentaba el papel. 

— ¡ Esta receta no mata a nadie !! 


TIRANDO AL BLANCO 


En una quinta de los alrededores de Montevideo 
se efectuaba un duelo entre los doctores Alfredo 
García Mora’ es y Pablo Minelli, — actuando como 
padrinos los señores Veracierto, Ramírez, Gabriel 



— 48 — 


Terra y Buela, dueño éste último de la propie- 
dad, la cual tenía como cerco, un lienzo de alambrado 
tejido, circunstancia que dejaba al descubierto de 
las miradas indiscretas de un numeroso público, todas 
las ceremonias preliminares al lance. 

Como todavía no regía la ley de duelos, la po- 
licía se creyó en el deber de evitar el lance, a cuyo 
-efecto, un comisario intentó saltar la vaya, a lo que 
se opuso revolver en mano el señor Buela, quien 
dijo al representante de la autoridad que no consen- 
tiría la violación de su propiedad, sino se le presen- 
taba la orden de allanamiento expedida por juez 
competente. 

Listos los duelistas y a la señal convenida, dispa- 
raron sus pistolas, ante cuya actitud la policía 
no esperó más. Por distintos puntos saltaron el 
alambrado los representantes de la autoridad, quie- 
nes dieron la orden de prisión a duelistas, padrinos 
y médicos que intervenían en el lance. 

Llevados al Cabildo, se les hizo pasar al despacho 
del jefe de policía don Virgilio Sampognaro. 

— ¡ Hola ! les dijo éste, sonriendo, ¿ a que debo el 
honor de la visita ? 

— Nosotros lo ignoramos, señor jefe. 

— He reducido a prisión a estos señores — inte- 
rrumpió el comisario — porque se batían a pistola. 

— Es inexacta la afirmación del señor comisario. 

— ¡ Cómo inexacta. . . !! ¡Si los he sorprendido 
•en infraganti delito !! 



— 49 


• Y tan se batían, que uno de los duelistas mató 
a una chiva !! 

— Sí; podrá ser cierto eso último porque se esta- 

ba tirando al blanco — afirmó el doctor Veracierto. 
Alguna bala perdida, sin duda 

— ¡ Ah !! ¿ Estaban tirando al blanco % dijo con 
sorna Sampognaro — Disculpen entonces la moles- 
tia. Pueden retirarse. 

Y cuando Veracierto extrechaba la mano a Sam- 
pogoaro, respondiendo a un guiño de inteligencia, 
agregó. 

No le hemos mentido señor jefe — El doctor Mi- 
nelli tiraba al « blanco * 


CONSPIRACION QUE FRACASA 


inopinadamente hizo su aparición cierto día en 
el Cuartel del batallón que mandaba el coronel 
jZás-, un militar de alta graduación, señalado como 
de los más cultos de Ejército y con una buena foja 
de servicios, con el fin de proponer a aquel, la parti- 
eipación en un motín que estallaría para derrocar 
deS poder al general don Lorenzo Batlle. 

El emisario, que en gobiernos posteriores habría 
de alcanzar altas dignidades, entre otras, la de Mi- 


4 



— 50 — 


nistro de Estado, expuso tras breves rodeos al jefe 
de la unidad, cual era el verdadero objeto de su 
visita. 

— Soy portador, coronel, — le dijo, — de un do- 
cumento suscrito por todos los jefes de cuerpos de 
la guarnición, para derrocar ál actual gobierno. 
Solo se ha dejado para último momento a Vd. 
y al coronel don Tomás Baliñas, — quien, > — agre- 
gó — ha dado por anticipado su consentimiento 
en forma verbal. 

Ante la unanimidad de pareceres de los jefes y 
teniendo en cuenta por otra parte, la absoluta impo- 
sibilidad de resistir Vd. solo a la sublevación de 
todas las tropas, debe abandonar sus escrúpulos de 
consecuencia hacia Batlle. Aqui tiene Vd. el docu- 
mento, — terminó diciendo el conspirador. 

Y después que el coronel Zás lo hubo leído, de- 
volviéndolo al emisario, le dijo: 

— Vea coronel — retírese inmediatamente de este 
Cuartel en donde el honor no es solamente una palabra, 
sino que puede ser muy bien, un sacrificio. 

Diga a sus mandantes — y ¡ sépalo Vd. también, 
señor !, — que yo no los delataré porque en mi 
concepto, tal conducta no importa otra cosa que 
la manifestación de una inferioridad moral. Y díga- 
les así mismo, que desde este momento acuartelo 
a mis soldados, porque estoy dispuesto a resistirme 
contra Vds. 

Momentos después de haber abandonado el cuar- 
tel el emisario, salió también de allí, el joven teniente 



— 61 — 


José Haría Papini, que había participado en la 
Guerra del Paraguay y padre de nuestro buen amigo 
el inspirado poeta Guzmán Papini, a quien debemos 
buena parte de estas referencias históricas. El te- 
niente Papini, que habría de ser años más tarde 
yerno del coronel Zás, quien siempre lo distinguió 
por las bellas prendas morales que adornaban al 
oficial, llevaba en tal oportunidad la misión de en- 
trevistarse con el coronel Baliñas, a quien se sabía 
ageno a la intentona mo tiñera, con el fin de pre- 
venirlo de lo que se tramaba. 

Baliñas, enterado de las medidas adoptadas por 
Zás, mandó decir a éste, por el ayudante Papini, 
que también él se disponía a resistir, a cuyo efecto 
acuartelaba su batallón. 

La decidida actitud de los dos jefes, determinó 
el fracaso del motín antes de producirse; y ambos 
militares guardaron secreto de lo ocurrido, por 
motivos de índole particular que mediaban entre 
el Presidente de la República general Batlle y el 
emisario de los conjurados. 

Veinte años más tarde y en circunstancias en qu© 
el general Batlle vistaba en su quinta del Reducto 
al coronel Zás, — su amigo de los buenos y de los 
malos momentos, — conversando de asuntos d© 
la vida nacional, éste, recién entonces lo informó d© 
la intentona que se había tramado contra su gobierno. 



— se — 


¿CUAL DE LOS DOS? 


£1 senador doctor Amargos, que aparte de su 
ilustración posee una cultura exquisita, se encon- 
traba cierta tarde en antesalas con otros compa- 
ñeros de Cámara, entre los cuales figuraba también 
el Presidente doctor Terra, quien se mostraba con- 
trariado por haber dejado olvidado en su casa 
el micrófono. 

— Sírvase del mío, le dijo el senador por Colonia, 
brindándoselo. 

— No, señor, respondió alzando la voz el doc- 
tor Terra, al mismo tiempo que con el cuerpo y con 
las manos le expresaba muy gentilmente su agra- 
decimiento. ¡ Muchas gracias, doctor !! ¡ Es muy 
fuerte para mí su aparato . . . !! ¡ Hem . . ! 

Y como los de la rueda, rieran, el doctor Amar- 
gos dijo entre serio y risueño al colega que tenía 
a su vera. 

— ¡ Pero . . . ! ¿ Ha visto ! ¡ Si es mucho más 

sordo que yo !! 



53 — 


LA DIVISA DE ÜXT «BRAVO » 


En las proximidades del pueblo de Pando pasaba 
la vida como chacarero, un buen vecino, — hombre 
corpulento por más señas, — quién, por tener cierto 
ascendiente sobre el paisanaje del lugar, se había 
elevado a la categoría de caudillejo. 

Estallada la revolución de 1904, el hombre « se 
presentó al gobierno» con un grupito de volunta- 
rios; y por sus prestigios, lo hicieron capitán a gue- 
rra — vale decir: « a dedo ». 

Pocos dias después, se producía el desastre de 
Fray Marcos en el que le tocó actuar al capitán 
8., — con cuya inicial empezaba el apellido — si actuar 
se le puede llamar a la circunstancia de sentir los 
primeros disparos, — que lo sorprendieron con el 
caballo desensillado. 

El « julepe » no le permitía dar pié en bola, pues 
con la ofuscación, quería colocar la carona sobre 
el basto; y sobre éste, las jergas, — pero, un vecino 
más sereno que él, lo ayudó en los trajines de arre- 
glar el apero. 

Y con un sobeo obtenido del cuero de un aimal 
carneado al día anterior, que llevaba arrollado en 
la diestra a guisa de rebenque, cerró piernas a su 
caballo nimbo a la querencia querida, en donde 
estaba su rancho que lo esperaba con un gran 
montón de afectos. 



54 " — 


Pocas horas después y en marcha vertiginosa, 
llegó al pueblo de Pando, cuyas calles cruzó al galo- 
pe con su ancha divisa roja que decía: « ¿ Donde 
están ? » 

— ¡ Fulano ! le gritaban, ¿ Qué ocurre ? ¿ Qué 

hay * 

Y él, sin detener la marcha exclamaba desalen- 
tado. 

— ¡Nos han redotao ! ¡ Tuitos los nuestros muer- 
tos y heridos !! 

— Y los blancos ¿ dónde están ? 

— ¿ Ande están ? Yo les vengo juyendo 

— ¿Y entonces, la divisa no juega nada ? 

— ¡ Las divisas son divisas !!! 


¡ Y el hombre siguió « juyendo » !! 


¡Q TJE LAMPABA! 


Los jefes que hayan servido como cadetes u ofi- 
ciales en el viejo Regimiento de Artillería de Plaza, 
habrán de recordar a aquel célebre soldado Solano 
Fleitas, indio crudo, « pero de buena letra », que 
desempeñaba las funciones de escribiente de la se- 
gunda batería 



— 55 


Ebrio consuetudinario, fué a dar cierta vez con 
sus huesos á una sala del Hospital de Caridad, — 
ya que por entonces no funcionaba todavía el 
Militar. 

Hacía días que Pleitas, ocupante de la cama 
N.° 8 se encontraba bien y anhelaba salir a la calle, 
porque sentía, — no nostalgias del alcohol, — sino 
verdaderas ansias de beberlo a mares. 

Pero, había orden terminante de retenerlo allí 
para ver si era posible « curarlo de la bebida ». 

— Es que yo me encuentro perfectamente bien, 
— imploraba. 

— No importa, contestaba el médico de sala, 
como hay orden superior, no se le puede dar de 
« alta ». 

— r ¡ Ah !! ¿ Si ? pensó el indio Fleitas. Pués 

me haré dar de « baja », quieran o no quieran. 

Otro enfermo que ocupaba la cama número trece 
y que se le parecía físicamente, tenía vida para 
pocas horas más, y — llegada la noche, entró en el 
período agónico. 

Todos dormían en la sala menos Fleitas, quien, — 
levantándose cautelosamente, se dirigió hacia la 
cama del moribundo, cargó con éste para trans- 
portarlo a la suya y ocupar así, él a su vez, el lugar 
del que se iba 

Al otro día se constató con no poca sorpresa que 
Solano Fleitas, había fallecido inesperadamente, 
y que, su vecino moribundo, reaccionaba en 
forma hartamente satisfactoria. 



— ¡ Pobrecito !, — diagnosticó el gallego enfer- 
mero — ¡ Lo mató la bibida !! ¡ Claro está ....!! 
Se la qnitaron de jolpe y no pndo ajuantarse . . L 

El Registro del Estado Civil anotó la defunción 
de Solano Fleitas. 

En cambio, el enfermo de la cama N° 13, mejora- 
ba a cartas vistas; y tanto que, tres dias después 
de la noche aquella del cambio de camas, se le dió 
de « alta » 

El « finado » Solano Fleitas, mientras tuvo vinte- 
nes en el bolsillo, recorría los boliches de la ciudad, 
enrabando las monas que se pescaba a cada mo- 
mento, hasta que, cansado ya de ambular y sin 
recursos, volvió borracho al cuartel de la Plaza de 
Artola, en donde, después de haber causado la con- 
siguiente sorpresa con su aparición de ultratumba, 
explicó el subterfugio de que se había valido para 
satisfacer sus ansias alcohólicas. 


Y finado y todo, siguió sirviendo 


Este soldado se bebía los frascos de lociones, y, 
en manera muy particular, las del hoy general Ra- 
masso, entonces teniente o capitán, que le dispensa- 
ba su benévola protección. 

Y tan arraigado era su vicio, que, al limpiar con 
tiza y aguardiente — una horchata ni más ni me- 
nos, — los botones metálicos de la blusa, los deja- 
ba sucios porque se tomaba el menjxmje. 



57 — 


Pero Solano Fleitas, borracho y todo, jamáis per- 
d 6 la linea . . . 

Fué siempre nn milico de ley. 


¡QUE TARDE, DOCTOR....!! 


Nuestro gran poeta el doctor Zorrilla de Saet 
Martin tiene entre sus muchas virtudes, la de la 
puntualidad 

Cierta tarde que debía presenciar como delegado 
del Gobierno la quema de viejos billetes bancarios, 
operación que siempre se efectúa ante la vista del 
Presidente del Directorio, del expresado delegado y 
del Gerente del Banco de la Bepública, — el eximio 
vate se entretuvo más de la cuenta en su hermosa 
residencia de Punta Carreta, entre el follaje de los 
ombúes y de otros árboles aborígenes que consti- 
tuyen su pasión; y cuando quiso acordar, era ya*, 
casi la hora de la cita. 

Contrariado porque llegaría con algún retardo- 
ai local del Banco y contrariado también por que 
se pondría una vez siquiera en evidencia su falta 
de puntualidad, emprendió en un autobús la marcha 
en dirección al Centro; y cuando descendía a pie por 
Solís hacia la institución de crédito, con los faldones de 
su jacket en un constante balanceo impreso por la 



brisa y por el andar nervioso de su dueño, quiso la 
suerte que se cruzara con un empleado del Banco, 
gran admirador suyo y de aficiones poéticas, quien, 
impresionado por la belleza de la tarde otoñal y 
deseando homenajear al vate que, un tanto exitado 
iba dando fuertes golpes con la contera de su inse- 
parable bastón sobre las lozas de la acera y muy 
alejado consiguientemente de su musa inspirado- 
ra, — le dijo: 

— ¡ Que tarde, doctor, que tarde !! 

— ¡Y a Yd. que le importa si vengo tarde ?, — 
barbotó el doctor Zorrilla obsesionado con la idea 
de su retraso, parándose en seco y reiniciando de 
inmediato su interrumpida marcha, a la vez que, en 
tono más bajo, agregaba: 

¡ Mequetrefe !! 


PSICOLOGIA GAUCHA 


Melitón Cuello, injustamente complicado en el 
asesinato de la familia Traversi de Canelones, fué 
desde muy jovencito, un gaucho peleador. Ado- 
lescente todavía, debutó con un duelo criollo; él, 
a cuchillo y su contrincante a revolver, quedando 
ambos en el suelo desangrados a consecnencia de 
las múltiples heridas recibidas. 



- 50 — 


Cuello peleaba porque si, — por una necesidad 
atávica, — porque le gustaba jugarse la vida frente 
a otro gaucho, teniendo por escenario el campo y 
por público la rueda de testigos, contertulios de la 
pulpería que lo admiraran. Pero, jamás fué « ma- 
drugador » ni « pegador de atrás ». En sus múlti- 
ples peleas, cuando le tocó matar, lo hizo siempre 
frente a frente. 

Solo una vez, — le decía durante la enfermedad 
que lo llevó a la tumba y ya hombre reposado, a 
su médico el ilustrado y filántropo doctor don Emi- 
lio San Juan, — hube de matar a mansalva. 

En la guerra del 70, — agregaba — servía como 
soldado en un escuadrón de la División Canelones, 
mandado por el capitán don Melitón Muñoz, gau- 
chito también, petizón pero bien plantado, que ha- 
bía llegado a capitán por su indiscutida guapeza, por 
su vivacidad en el arte de guerrear y porque era 
una de las mejores lanzas de la época. 

Una falta por mi cometida movió a Muñoz a im- 
ponerme un castigo que consideré excesivo y que 
además lesionaba mi dignidad de hombre. 

Y juré vengarme, matando al capitán de mi es- 
cuadrón. 

Se dijo en el campamento que en esa tarde se 
pasaría revista de armamento; y yo pensé que ha- 
bía llegado la oportunidad de ejercer mi venganza, 
a cuyo ñn y sin que nadie se apercibiera de ello, 
cargué mi fusil para dispararlo en el momento de 
la revista. 



— 60 — 


Aunque de caballería, formamos de a pié, en 
dos filas, siendo mi ubicación en la primera. 

El capitán Muñoz inició la recorrida inspectiva 
por un extremo de la formación y yo ya estaba pre- 
parado para matarlo. De pronto, inopinadamente, 
sin poderme dar cuenta, lo tuve encima, pero hacia 
un lado; y mirándome fijamente ordenó en una 
forma que por lo imprevista y autoritaria me sub- 
yugó. 

— ¡ Che Cuello !! ¡Un paso al frente y bajá la 
vista. . . !!! 

Cuando volví a darme cuenta de mi personali- 
dad, me estaban curando con salmuera unos sol- 
dados. 

El más tarde general Muñoz que había leído en 
mis ojos mis intenciones o que, instintivamente me 
adivinó, — me desmayó de un sablazo en la ca- 
beza en el instante mismo en que yo salía de la fi- 
la levantando disimuladamente el arma, pero do- 
minado ya por el poder sugestivo de aquel hombre 
guapo y perspicaz. 



— 91 •- 


UH EPISODIO DE TUPAMBAE 


Bn el triste atardecer de la Batalla de Tupambaé, 
librada en los campos del Departamento de Cerro 
Largo durante los días 22 y 23 de junio de 1904, 
avanzaba valientemente disparando sus tiros sobre 
el enemigo, mientras reconquistaba palmo a pal- 
mo el terreno ganado momentáneamente en un 
avance revolucionario, — cierta guerrilla del Ba- 
tallón de Infantería N°. 2. 

El caballeresco jefe que mandaba en 1904 la ci- 
tada, unidad coronel don Pedro Quintana, fué tan 
celoso de los prestigios del batallón, que cuidó 
siempre que el cuadro de los oficiales fuera de lo 
más selecto que contara el Ejército Nacional. 

Mandaba el pelotón de soldados victoriosos, el 
teniente 2.° don Vicente Esteban Badell, 
hoy jefe de alta graduación, quién, al frente de la 
guerrilla y espada en mano, estimulaba con pala- 
bras y con su ejemplo, el arrojo de sus subordinados. 

— ¡ Adelante muchachos ! — gritaba entusiasma- 
do, — y traten de no errar tiro. Apunten bien antes 
de hacer fuego. 

Y así, avanzaba siempre castigada por las balas 
enemigas, la sección del joven teniente, que se mos- 
traba impertérrito ante el fragor de aquella mor- 
tífera acción de guerra. 



— 62 — 


De pronto, el ojo vigilante del oficial vió que uno 
de sus soldados en el avance a fondo que iba efec- 
tuando la tropa, alternaba sus cometidos militares 
con la infame piratería terrestre del « carcheo » 
que ejercitaba indistintamente sobre los cuerpos de 
los heridos o de los muertos de los no menos bravos 
adversarios. 

Y deteniendo en seco su marcha, gritó a su su- 
bordinado. 

— ¡ Morales !! Un soldado de linea que combate 
por las instituciones, no puede manchar el honor 
militar con la vileza de un carcheo !! 

Siga en su puesto !! 

La guerrilla continuó el avance, muriendo y ma- 
tando, que para eso estaba allí. 

Minutos después, el mismo soldado volvía a de- 
tener la marcha junto a un caído para sustraerle, 
ya una alhaja, o ya una prenda de vestir. 

— ¡ Soldado Morales ! ¡ volvió a insistir imperio- 
samente el teniente Badell; le repito que su deber 
es pelear y no robar. Esa y no otra es la conducta 
que debe observar un soldado en el campo de bata- 
lla. Muéstrese un hombre de honor y de valor, por- 
que si vuelvo a sorprenderlo «carcheando» le pegaré 
un tiro. 

Y siguió el avance tras el enemigo que iba aban- 
donando sus posisiones, en medio de los vivas que 
en el ardor de la batalla daban los soldados legales, 
los que veían que la victoria coronaría sus esfuerzos, 
mientras que los revolucionarios hacían lo propio, 



— 63 — 


seguros también de que no había fuerza bastante, 
capaz de desalojarlos de las posiciones que iban 
ocupando tras las trincheras naturales que les Ofre- 
cían en el retroceso hacia sus primitivas lineas, 
las abruptuosidades del Tupambaé. Soldado vete- 
rano en las luchas fraticidas y acostumbrado sin 
duda alguna al carcheo, Morales volvió a desoír una 
vez más las recomendaciones de su oficial, quien, ante 
la osada reincidencia de aquel, gritó con todas las 
fuerzas de sus pulmones. 

— ¡ Guerrilla ! ¡ Alto !!; a su ordenase detuvieron 
los soldados. 

— ; Morales !! dijo en forma que toda la sección 
pudiera oírlo — Vd. es indigno del uniforme que 
lleva ¡ Vd. es un miserable ladrón de cadáveres 
y de heridos !! Le anuncié que si reincidía lo iba a 
matar. 

Sargento !! ¿ Está cargado su mauser ? 

— Sí, mi teniente. 

— Entréguemelo. 

Y tomando entonces el teniente Badell el mauser 
qüe llevó a la cara para hacer mejor puntería, apre- 
tó el gatillo, sonó un disparo y el desobediente sol- 
dado quedó tendido en tierra con la cabeza atrave- 
sada por una bala. 

Sin pronunciar una palabra más sobre tan des- 
agradable incidencia, — serenamente, como cuan- 
do saliera a pecho descubierto a arrebatar con su 
vida y su valor las formidables posisiones que ocu- 
paba el enemigo, — perfectamente consciente de 



stn responsabilidad — el bravo oficial, ejemplo de 
orden y de disciplina, devolviendo el mauser a su 
sargento, expresó. 

— Sargento. Tome su arma y ocupe su puesto, — 
agregando con extentorea voz de mando. 

¡ Guerrilla ....!! ¡ Siga el avance ....!! 


¡¡GAUCHES CHAHCHES !! 


Los revolucionarios habían hecho volar en 1904 
«1 puente del « Pintado » para interrumpir así las 
comunicaciones ferroviarias con el interior del 
País; y mister Bonner, el activo inspector de tráfico 
del Ferro Carril Central, fué enviado al lugar, para 
dirigir las operaciones de trasbordo. 

El ejército de Muniz había mandado a Florida 
un número considerable de heridos y de enfermos, 
cuyo estado exigía una hospitalización en Monte- 
video; y en esta oportunidad el Gobierno encargó 
a Don fíuan Furriel, Presidente de la Comisión 
de Auxilios de Florida, del transporte de aquellos. 

Llegados a eso del medio día en carretas y coches 
los imposibilitados a la margen del Pintado en don- 
de se encontraba acampada la Vanguardia del Ejér- 
cito de Muniz mandada por BasiLisio Sara vía, se 
tocó « carneada »; y los soldados, veteranos en es» 



lidia, enlazaron, desgarretaron, degollaron, cuerea- 
ron y despedazaron las reses, en menos tiempo 
del que canta un gallo. 

Con la misma celeridad se hizo fuego; y minuto® 
después, las juguetonas llamas de los fogones, re- 
clamaban impacientes las presas para asar. 

Mister Bonner, aislado allí y sin recursos desde 
hacía muchísimas horas, estaba poseído por desco- 
munal apetito, haciendo confidente de su estado fisio- 
lógico al Sr. Furriol; y como no perdía de vista 
la operaciones carniceras admirando* la des- 
treza gaucha de los soldados, se asombró de que 
antes de los costillares, pusieran junto a las brasas 
montones de triperío. 

Intrigado por ello, preguntó: 

— Dígueme un cose, mister Furriol — ¿ Para 
que ponen eses tripes al fuegue ? 

— Son los chinchulines, mister Bonner 

— ¿ Chinchu qué ? 

— ¡ Chinchulines !! 

— ¿Y eso lo comen los miliques f 

— ¡Ya lo creo que si !! 

Y sin poder contener un sacudimiento de asco, 
arrugando la nariz y haciendo un rictus despectivo 
con los labios, no pudo menos que exclamar: 

— ¡ Puche, gauches chunches, !! 

El señor Furriol se sonrió picarescamente pen- 
sando para su coleto que el hambre, tan buena con- 
sejera siempre, haría cambiar de opinión al inglés, 



per cuanto los asados exigirían para sn cocción, 
«n par de horas. 

Momentos después llegó corriendo hacia ellos, 
un soldado que traía colgando de una varita de 
laurel, dos buenos pedazos de chinchulines humean- 
tes, que depositó cuidadosamente sobre la verde 
gramilla de la costa conjuntamente con dos panes 
criollos. 

Naturalmente, don Juan, hombre de gran diente, 
empezó a dar cuenta de su porción con marcadas 
exteriorisaciones de satisfacción, exclamando a cada 
rato. 

— ¡ Especiales, mister Bonner, especialísimos !! 

Y mister Bonner, impelido por implacable ham- 
bre y estimulado también por su amor a este país 
y a sus costumbres que tanto admira, sacando su 
cuchillo, porque ya empezaba por la fuerza de las 
circunstancias a acriollarse, — poniéndose en cu- 
clillas para dar cuenta de su parte, preguntó ya con- 
vencido: 

— Digue Don Cuan; ¿ antonce los chanchulines 
no son porqueríe ? 

— ¡ Que han de serlo, mister Bonner ! ¡ Pruébelos 
y Vd. dirá!! 

Y cuando el inglés, luego de haber despachado 
su parte, se incorporó satisfecho de su nuevo des- 
cubrimiento, exclamó relamiéndose. 

— ¡ No !; si yo siempre digue que los gauches 
están parsones inteligentes . . . !! 



— 67 — 


MIL CUBAS 


Alberto A. Suárez, fallecido ya hace algunos 
años, hijo de don Bamón Suárez el afortunado 
propietario del Hotel Oriental de Santa Lucía en 
épocas en que ésta localidad alcanzó su mayor 
explendor, se encontraba en carácter de pupilo en 
el Colegio Pió de Villa Colón. 

Inteligente y vivaz, siempre robaba algunos mi- 
nutos a las clases para dedicarlos al dibujo, que 
era su pasión. 

Cierto dia que subrepticiamente caricaturaba a 
uno de los curas del establecimiento, fué sorpren- 
dido en infraganti delito por su preceptor. 

— ¿ Qué es ésto, Suárez ? 

— Nada, padre 

— ¡ Cómo nada ? 

— Un cura 

— Pues ahora harás mil curas como éste; y mien- 
tras no cumplas la penitencia, no te muevas del 
asiento que ocupas. 

El jovencito Suárez quedó aterrado ante la pers- 
pectiva de tener que hacer mil monigotes; — pe- 
ro, minutos después se le vió sonreír con aire de 
triunfo. 

Transcurrida una hora, se levantó de su asiento 
llevando a su preceptor un papel sobre el cual ha- 



08 — 


Iría dibujado un gran convento con torres y cam- 
panas y a cuyo frente se paseaban tres frailes. 

— ¿ Cumpliste la penitencia ? 

— Si señor; aquí está. 

— ¡Hum... !!! ¡Me parece que has andado de- 
masiado rápido. En fin . . . veamos .... 


Pero aquí, — dijo con sorna el preceptor, luego 
4e haber examinado detenidamente el dibujo, 
faltan nada menos que novecientos noventa y sie- 
te frailes. ¿ En donde están que no los veo . . . . ? 

— Pues claro que no puede verlos 

, — ¡ Cómo asi ? 

> — Porque están orando dentro del convento, 
afirmó muy suelto de cuerpo el adolescente, — 
quien — gracias a su ingenio, pudo librarse tan 
lindamente de la penitencia que se le había impuesto 


EL GENERAL SUAREZ 7 SU BARBERO 


Pocos días después de la Batalla del Sauce, el 
general Goyo Suárez se hacía afeitar por su barbero 
y, naturalmente, el fígaro, para no desmerecer & 



«9 — 


les congéneres del charlatán gremio, le hablaba 
a torrentes de la sangrienta acción en la cual le 
había tocado en suerte a su cliente, vencer a su 
eterno rival, el general don Timoteo Aparicio. 

Suárez, de natural hombre de pocas palabras,, 
taciturno si se quiere, — oia la charla como quien, 
©ye llover; pero, el peluquero, con el fin de que el 
general, llevándole el apunte le dijera algo de su 
actuación para comentar luego el suceso que se les 
refiriera, aumentado y corregido entre su clientela* 
y en momento en que, tomando con los dedos de su 
mano izquierda la nariz del jefe colorado para ra- 
rasurarle el bigote, esgrimía en alto con su diestra* 
la filosa navaja, se le oeurrió preguntar: 

— 4 Y que me dice, general, si los blancos lo tu- 
vieran como lo tengo yo ahora f 

El interpelado miró con ojos siniestros al fígaro;; 
y asiéndole fuerte e instintivamente la muñeca de- 
recha al mismo tiempo que se incorporaba vio- 
lentamente, le dijo: 

— ¡ lío me afeito más con Yd. !! 

— Pero, general, insinuó tímidamente el pelu- 
quero. Yo no he querido ofenderlo 

— ¡Basta, basta !!!!! 

— Está Vd. a medio afeitar 

— ¡ No importa . . !! Eso es cuenta mía * 

Y sin querer oír las explicaciones que el impru- 
dente barbero quería darle a montones, el bravo 
vencedor del Sauce, intransigente como siempre 



— 70 


que se le hablara de blancos, abandonó refunfu- 
ñando el local. 


¡MOZO!! ¡SARAMPION PARA DOS!! 


Hacía pocos días que había llegado a Montevideo 
procedente de Londres para hacerse cargo del 
puesto de ingeniero residente de la Compañía de 
Aguas Corientes, mister Willian Davies, — a quien 
el gerente de la empresa invitó para que fuera 
a almorzar con él, a uno de los más lujosos 
hotéles. 

Davies, que no sabía una sola palabra del idioma 
español, miraba con asombro y hasta con envidia, 
que su connacional se entendiera tan bien con el 
mozo, en un castellano que a aquel se le antojaba 
impecable por lo bién que se le interpretaba para 
servirlo . 

Y dispuesto a aprenderlo dentro del más breve 
término, empezó a prestar mayor atención a los 
pedidos que su anfitrión formulaba al mozo, que- 
dándole mejor grabado en su cerebro, el que corres- 
pondía al postre, — sambayón; — al cual era y sigue 
siendo muy afecto el simpático ingeniero. Meses 
después de este episodio, llegó a Montevideo otro 
inglés, al cual Miset Davies cumplimentó invitán- 



— 71 — 


dolo a comer en el mismo hotel en donde él, poco 
antes admirara a su jefe; y queriendo asombrarlo 
con sus progresos lingüisticos, dijo 4 en alta voz 
y en pésimo castellano al mozo, cuando llegó el 
momento de pedir los postres, sin mirar la lista, 
para impresionarlo mejor. 

— ¡ Mozo . . !! Sarampión para dos !! 


A Mister Davies se le habían metido en la cabeza 
dos palabras que nunca pudo distinguir bien, las 
primeras que se había aprendido de memoria: una, 
la del postare, por goloso; y la otra, la de la enfer- 
medad, porque en los días de su arribo a Montevi- 
deo, se había desarrollado una intensa epidemia 
de sarampión, palabra que pronunciaban todos y 
que a él lo traía muy preocupado, hasta que le di- 
jeron que esa enfermedad solo atacaba a los niños. 


Y ESTO PAL VICIO, MI CAPITAN 


Después de la sangrienta batalla de Masoller, 
el capitán de las fuerzas legales, don O. B. hoy 
coronel, se propuso recorrer un rato antes de que 
cayera el crepúsculo, el campo en donde se había 
desarrollado la acción, con el propósito de ver si 
entre los muertos de ambos bandos, encontraba 



a alguna persona de su relación; y acompañado 
por su fiel asistente, — milico completo — inició 
la triste peregrinación, hasta que de pronto dieron 
ocn un cadáver bastante bien trajeado y calzado, 
que en la batalla había caído boca abajo. 

— A ver, ché, dalo vuelta...; puede que sea un 

jefe u oficial revolucionario amigo 

No, no lo conozco, dijo el capitán B. cuando 
su subalterno hubo cumplido la orden. 

— ¿Se ha fijado — mi capitán — que lindas bo- 
tas tiene el difunto ? 

— Es verdad; y están casi nuevas . . . 

— En cambio, vea mis zapatillas, que de puro 

desechas, me tienen con la pata en el suelo. ¡ Y yo 
estoy vivo, mi capitán . . . !! Si Ud. me permite, se 
las voy a sacar porque éste no las precisa, — agregó 
el soldado haciendo la venia a su superior. De todos 
modos, el finao ya terminó su patriada 

— Bueno, sacáselas. 

Cuando el soldado se hubo posesionado de las 
botas, reparó también en las bombachas del muerto. 

— Es una lástima que esas bombachas, — capi- 
tán, — se puedan perder. Las mías están acribilla- 
das de « aujeros > y no me vendrían mal para que 
hiciera juego con las botas. Si Ud. me lo permite, 
se las voy a sacar también, porque esta noche va- 
mos a tener una helada machaza y así podré estar 
mejor abrigado. 

— Bueno, sacáselas. 



73 — 


— ¿ Y el saco también f 

— Bueno, el saco también. 

Ya vestido, con saco, bombacha y botas, el milico* 
se sintió hombre feliz; y después de contemplar 
por breves momentos y como con lástima el cuerpo- 
del desconocido y reparando que sobre el pabellón 
de la oreja derecha del mismo, quedaba un cigarri- 
llo de papel a medio consumir, — se inclinó sobre 
el muerto para recoger el pucho, y sin pedir venia 
en este caso, agregó muy suelto de cuerpo. 

— Y éste. . . p’al vicio, mi capitán !! 


FELIPE SEGUNDO 


Cuando nuestro compatriota el hoy teniente- 
coronel don Felipe Segundo figuraba como agre- 
gado militar de la Legación del Uruguay en España 
y en circunstancias en que una noche paseaba vestido 
de paisano por las calles de Madrid, tuvo la mala 
suerte de ser detenido por una pareja de la guardia 
civil que lo había confundido con un sujeto quer. 
buscaba. 



74 — 


— Soy el agregado militar de la Legación del Uru- 
guay; — protestó. 

— Si . ¡eso es muy fácil decirlo! . . Lo veremos 
■en la Oficina de Policía, respondieron los guardias. 

— Es que yo no voy con Uds 

— ¡ Qué no ha de ir ü 

— ¡ Que no, he dicho !! 

— ¡Cómo, que no va usted a ir ü ¡Ya lo creo que sü 

— Es que soy el agregado militar !! 

— ¡¡Ya, ya !! 

Y como la pareja tratara de tomar por ambos 
brazos a nuestro distinguido compatriota que había 
insistido en su calidad de militar diplomático sin 
ser atendido, gritó fuera de sí — apartando violen- 
tamente a sus aprehensores. 

— ¡ Respétenme que soy Felipe Segundo . . . !! 

— ¡Blasfemo!! — ¡Perjuro!! ¿Conque Felipe II? 

— Sí, señores; Felipe Segundo. 

— Bueno, bueno, bueno, dijo uno de los guardias. 
Caso clavado de demencia . . . . ¡ Mira tú que creerse 
S. M. Felipe II ! 

Y según se ha asegurado, lo creyeron tan rema- 
tadamente loco los de la pareja, que le colocaron 
las esposas ante el temor de que, creyéndose rey 
de los de la época de capa y tizona, pudiera cometer 
una barbaridad. 

Y recién en un puesto de seguridad pudo demos- 
trar que no había mentido, pues era, en persona, 
Felipe Segundo, un Segundo más democrático que 
el otro, y con todas las letras. 



RECLAMANDO MUNICIONES 


La División Soriano del Ejército del Sur, era 
mandada en la Batalla de Tupambaé por el coronel 
don Gervasio Galarza, hermano de Pablo, — como 
primer jefe; y por el mayor don José Nicolao, como 
segundo, — ambos viejos camaradas, — más que 
eso, hermanos — pues, durante muchos años inte- 
graron el cuadro de oficiales del 3.° de Infantería. 

En las primeras horas de la noche del 22 de junio 
de 1904, el general Galarza llamó a su hermano 
Gervasio, con el fin de ordenarle que colocara en 
el ala izquierda de la línea y como servicio de avan- 
zada frente al ejército de Saravia, a dos de sus es- 
cuadrones, — haciéndolo confidente a la vez, de la 
situación apremiante en que se encontraban, por la 
escasez de municiones. 

Vuelto a su campamento el hoy general Gervasio 
Galarza, explicó a su segundo en forma ama- 
ble, la orden recibida, cerrando así la conversa- 
ción. 

— Los amigos, don José, son para las ocasio- 
nes. — El general me ha recomendado que ponga 
un jefe elegido al frente de esas fuerzas; y yo lo de- 
signo a Vd. porque existe la posibilidad de que los 
blancos nos carguen esta noche por ese lado. 



76 — 


— Muy bien; pero no olvide, coronel,, que no te- 
nemos municiones más que para muy pocos fcirosj 
para los primeros . . . 

— El general prometió mandarme algunos cajo- 
nes de los pocos que quedan en el parque del ejército 
terminó diciendo Galarza. 

Nicolao, que fué tan noble como valiente en 
todos los momentos de su vida, y que tuvo desde 
ese instante el presentimiento de su muerte, dis- 
tribuyó antes de ir a ocupar su puesto entre oficia- 
les y tropa que más lo precisaran, todo lo que tenia: 
enseres y ropa; e hizo participe del fatal presagio 
a su fiel asistente Macíel de Matos a quien dió algu- 
nas instrucciones para cuando llegara el caso. 

Cuando en plena pelea del segundo día de batalla 
el bizarro jefe de la División Soriano desplegaba en 
linea el resto de los escuadrones, a la izquierda de 
Nicolao, al pasar a caballo próximo a éste que se 
mantenía firme en su posición, díjole en esa forma 
afectiva y nada militar en que le halblaba siempre. 

— ¡ Buena suerte, don José ¡ 

— !Si, pero no se olvide de las municiones . . . 

Don Gervasio, que no podía decir a voz en grito 

la situación angustiosa porque se pasaba con res- 
pecto a cartuchos para no deprimir el valor y la 
confianza de los soldados, — contestó. 

— ¡ Sea parco, don José . . . !! 

— ¡ Que car me viene ahora con términos de 

diccionario !! ¡Lo que hace falta aquí, son muni- 
ciones . . . !! 


% 



77 


Y una sonora carcajada del jefe amigo que arran- 
có el galope de su brioso corcel, fué el épilogo do 
la incidencia. 

Horas después, el « padre de los soldados » mayor 
Nicolao, caía con el cráneo destrozado por una ba- 
la; — pero, después de una lucha titánica de la 
ciencia, se logró salvarle la vida. 

Desde entonces y hasta que murió, ya con el 
grado de coronel, una chapa de plata protegía sus 
parietales destrozados. 

Pasada la guerra y cada vez que ambos camara- 
das recordaban las penalidades de aquella cruenta 
campaña, el general Gervasio Galarza decía a su 
amigo, refiriéndose al episodio del diccionario. 

— y la verdad es, amigo don José, — que 

en esa ocasión casi se me fué a las barbas 

— Si; también con la palabrita que me salió Vd.. 


¡SONO 10 !! 


Pietro Schiappacasse, zapatero remendón, era 
un napolitano muy entusiasta por el partido de 
sus afecciones y utilizado en los días de elecciones 
por los directores de clubes para votar con balotas 
ajenas preferentemente con las que correspondieran 
a personas cuyos apellidos fueran italianos. 



— 78 — 


— En todo caso — lo instruían campechanamen- 
te, — si te observan, protéstala enérgicamente di- 
ciendo que eres ciudadano legal y que si no lo esta- 
blece la balota, no es tuya la culpa. 

— No; an todo caso, dique ca soy cragoyo nomase, 
derechite vieque, fíglio d’taliano, e todo el mundo 
boca abaco !! 


Llegó el momento de que, faltando el « gato » 
criollo para una balota, se echara mano al «nación ». 

— Andate a la mesa del 4.° distrito de la 15a. 
sección y votá allí por Epifanio Pérez. ¿Entendiste 
bien? ¡Ah...!! Y no hables nada con nadie; — ¡Ya 
sabés: te llamas Epifanio Pérez. 

— ¡ Ca cargóse . . . !! ¡ Avise si sono matorrangue ! 

Y como todavía no regía el voto secreto, allá 

marchó el amigo Schiappacasse con una balota más 
criolla que el mate amargo, extendida a nombre 
de Epifanio Pérez. 

Próximos a la mesa receptora de votos habían 
unas doce o quince personas, razón por la cual el 
« gato » Schiappacasse, no obstante su apremio por 
seguir la « gira de circunvalación, » hubo que espe- 
rar su turno después de hacer entrega de su ba- 
lota al presidente de la mesa, para que lo llamaran 
en su debida oportunidad. 

Tras breve espera le llegó su turno. 

— ¡ Epifanio Pérez !! gritó el presidente. 



— 79 — 


Y urna voz meliflua, con esa entonación de canto 
característica de los hijos del Vesubio, partió del 
grupo ciudadano. 

— ¡ Sono ío !! 


¡PRESBITERO...! 


No teníamos voto secreto todavía y los « gatos * 
de ambos pelos andaban en manadas. 

Ante una mesa receptora se presentó cierta vea 
a votar con la balota de un cura, un sujeto no muy 
bien trajeado y con cara de pocos amigos, entregan- 
do el documento que estaba extendido a nombre 
de Enrique Aguirre. Caso clavado de « gato », fué 
observado por uno de los de la mesa, quien, leyendo 
la filiación del inscripto, preguntó: 

— 4 Oriental ? 

— Es verdad. 

— 4 De 39 años ? 

— Así es. 

— 4 Soltero H . 

— Parece 

— 4 Presbítero . . . ? 

— ¡Si señor ¡ por parte de madre! 



80 — 


VALOR Y CORAZON 


En lo más ardoroso de la pelea de Tupambaé, 
la sección a cargo del teniente Troncoso había que- 
dado entre dos fuegos: de un lado, un pelotón de su 
misma unidad, — el 4.° de Cazadores, — y del otro, 
los revolucionarios. 

Apremiado por la difícil situación en que se en- 
contraba, mandó aviso a sus compañeros de lo que 
ocurría; pero, como las balas que se disparaban por 
elevación de su propio bando, seguían molestando 
fundamentalmente la moral de sus hombres, — vo- 
ló, más que corrió en el caballo que montaba, — ha- 
cia donde se hallaban sus incómodos compañeros, 
para decirles que ocuparan otra posición. 

Con el primero que se encontró Troncoso, fue 
-con el cabo Miguel Silva, muy fogueado ya en o- 
tros combates, quien, entusiasmado con la pelea, 
no oía o no quería oír las órdenes que, a gritos le 
daba el oficial. 

Exasperado Troncoso por tal desobediencia y 
por la pérdida de tiempo que importaba ésta inci- 
dencia, sin poderse contener, descabalgó del caballo 
-que montaba espada en mano, para descargar 
unos cuantos « palos » al clase. 

Horas después y cuando más intensa era la pelea, 
«el cabo Silva, con el entusiasmo que lo dominaba 



— 81 — 


«ada vez que entraba en fuego, se vió de pronto 
y sin quererlo, entreverado entre la gente de la see- 
eión de Troncoso, lo que no dejó de causarle cierta 
contrariedad, de la que hizo partícipe a un sargento, 
agregando que en ese momento peleaba avergonzado 
por el castigo que se le había inflingido. Y el 
sargento, a su vez, que conocía la nobleza da 
sentimientos de Troncoso, hizo confidente a éste, 
del estado de ánimo del quejoso. 

B1 oficial, reconociendo su falta, mandó hacer 
alto a la guerrilla y la suspensión del fuego; — y 
cuando sus hombres, atentos, esperaban una nueva 
orden, él, — con el valor moral que es patrimonio 
de los guapos, — quiso reconocer con toda no- 
bleza ante sus subalternos, la falta cometida, y 
dar al mismo tiempo, expontanea satisfacción al 
agraviado, gritó conmovido mas que dijo en el es- 
trépito de la pelea: 

— ¡Soldados...!! Delante de todos Yds. pido 
disculpa al cabo Miguel Silva por el injusto castigo 
que le apliqué. ¡ Déme un abrazo, cabo Silva ... !!! 

Aquellos dos hombres de rostros curtidos por 
las inclemencias de los días pasados a la intemperie 
y de corazones bien templados para la lucha, al 
confundirse en un apretado abrazo, dejaron esca- 
par de sus ojos, — sin reparos, — lágrimas varoni- 
les y fraternas 



— 82 


Y con mayores bríos, volvieron todos en seguida 
a la pelea, en medio de clamorosos vivas a la pa- 
tria, al partido colorado y a Troncoso. 


SIN DEDICATORIA 


Carlos Saravia, hijo de Basilisio, fué el único 
« que le salió blanco », al decir de los paisanos de 
la relación de la familia; y tan blanco era el mu- 
chacho, que siempre adornó sus hombros en la 
estancia paterna, con golilla celeste, cuando toda 
la peonada, lo mismo que los allegados del esta- 
blecimiento, la llevaban roja. 

Al estallar la revolución de 1897, Basilisio dijo 
a su hijo. 

— Bueno, amigo; — hoy los suyos han invadido 
el país en son de guerra. Ya le he hecho atar en el 
palenque uno de los mejores caballos de la tropilla; 
y para los gastos, aquí tiene Vd. este dinerito ( al- 
rededor de unos trescientos cincuenta pesos en 
monedas de oro ) 

El joven Saravia tras breve meditación, contestó: 

— Vea, tata. Yo no puedo pelear contra Vd... 

; V * 

4) A 

— Que si Vd. no me obliga a ponerme divisa co- 
lorada, lo acompañaré en la patriada. 



— 83 — 


— Está bien, amigo . . .Yaya ensillando entonces, 
porque yo me voy en seguida. 

Carlos Saravia, — guapo como todos los Sara- 
via, — no quería tirar a los suyos, no obstante ex- 
poner su vida en todos los combates y batallas, al 
lado de su padre. Su actitud, era pues, la de un sim- 
ple espectador. 

Pero, en Aceguá, llegó a ser tan intenso el fuego 
que se hacía contra el grupo en donde se encontraba 
Basilisio, que el joven, dirigiéndose a su padre, 
exclamó risueño. 

— ¡ Las balas me están « picoteando » muy de 
cerca ....!! 

A lo que el padre respondió: 

— Entonces tíreles, amigo, que las balas no 

llevan dedicatoria !! 

Y Carlos Sarama empezó a « tirar » como cual- 
quier soldado veterano. 


PRESENTIMIENTO QUE SE CUMPLE 


Tras una marcha penosa, el Ejército del Sur 
mandado por el general Galarza, acampó en las 
inmediaciones de la Laguna del Junco, a escasa 
distancia de Tupambaé. 



84 — 


Se estaba, pnee, en -vísperas de la gran batalla. 

B1 teniente Pozzolo del 6 o de Infantería y de 
ana proligidad única, invitó a sus camaradas José 
María Gomeza, Casal, Juan Antonio Vázquez, 
Eduardo Chaves, Atilio Moreno, José Barú y otro» 
más que escapan a la memoria de nuestro infór- 
mente, para que concurrieran a un almuerzo que 
les ofrecía en su carpa 

Aquello fué un verdadero banquete. ¡ Con deoir 
que se sirvieron huevos fritos en aceite, — manjar 
realmente exótico en aquel ambiente en donde no 
se comía otra cosa que carne asada, — está dicho 
todo ! 

Los comensales quedaron deslumbrados ante 
la superabundancia de la «despensa» del ordenado y 
precavido camarada. Y durante el « ágape », habla- 
ron de la revolución, de las novias ausentes, de 
arte, de literatura y hasta no faltó tampoco un pre- 
cursor de la Síngerman en el arte de declamar. 

— ¿ Pero . . . ésto ... a qué se debe ? ¿ Porqué 
tan fenomenal banquete digno de un Nabab de la 
India?, — preguntó el más curioso de los invitados. 

— Verás, contestó dejando traslucir apenas 
eu nerviosidad el anfitrión, tocado sin duda por 
fatal presentimiento. Estamos nuevamente sobre 
el enemigo y mañana o pasado a más tardar, pe- 
learemos una vez más. 

— ¡ Ah, vamos !! y te anticipas a festejar la vic- 
toria de nuestras armas 

— INo, hombre, no! j Me anticipo a despedirme 



86 — 


¿e mis camaradas predilectos, porque me tocará 
«aer para siempre .... 

— ¡ Bah, bah, bah !! ¿ Te bas vuelto romántico, 
ahora ? ¡ Era lo que te faltaba !, — exclamó uno de 
los compañeros 

— Si, si; — tan romántico, que en ésta fiestita 
de camaradería, — yo, que soy tan ordenado para 
todas mis cosas, he agotado cuanto quedaba de 
comer en mis maletas. He hecho una verdadera 
liquidación! Yean si estaré seguro de lo que me 
espera !! 


Al otro día, en efecto, — 22 de Junio de 1904, — 
se peleó hasta el oscurecer, sin pronunciarse el triun- 
fo en favor de ninguno de los dos ejércitos belige- 
rantes. 

Blancos y colorados quedaron frente a frente, — 
y Pozzolo, de guardia en las fuerzas avanzadas. 

— ¿Ves, loco bravo, como macaneabas ayer?, 
le dijeron algunos de los amigos que habían esca- 
pado ilesos en la acción. 

— Falta todavía el segundo acto de la tragedia, 
respondió sentenciosamente Pozzolo. 


A la enrojecida aurora del día 23, — que presa- 
giaba un nuevo derramamiento de sangre fratricida, 
se reinició la encarnizada pelea; — y a los primero» 
disparos de la fusilería nacionalista, una bala se 
encargó de ratificar la profecía del malogrado 
teniente. 



— 86 — 


EN LA PULPERIA DE FACIOLO 


A eso de las cuatro de la tarde del segundo día 
de Tupambaé, el mayor don Manuel Dubra que ha- 
bía quedado por la muerte de Caballero, como 
jefe del 4 a de Infantería, convino con el entonces 
comandante Chiappara, jefe del Regimiento Patria, 
llevar un ataque a la « Pulpería de Faciólo » en 
donde se sabía que Aparicio Saravia tenía su cuartel 
general. 

El teniente don Manuel Troncoso, que era quien 
estaba más cerca de la posición, recibió la orden 
de atacar con su sección; — ya paso ligero llegó 
junto a las poblaciones, mientras que Chiappara 
se aproximaba por la derecha, con parte de su Re- 
gimiento. 

El dueño del comercio, Faciólo, que observaba 
desde adentro la maniobra, se asomó a una ventana 
del negocio dando vivas al partido colorado cuando 
el pelotón estuvo junto a las poblaciones. 

— Buenas tardes señor oficial. 

— Buenas tardes. Abra las puertas de su casa. 

— Hay ahí un grupo de heridos y el doctor More- 
lli que los cura. 

— Perfectamente. Abra las puertas . . . 

— ¿ Serán respetados esos hombres que se han 
asilado en mi casa f 



— 87 — 


— Están completamente garantidos ... Vá la 
palabra de honor del teniente Troncoso. 

Y fué en ese preciso momento que apareció junto 
al umbral de la puerta, la simpática personalidad 
del abnegado médico Dr. Morelli; — con las mangas 
de su camisa recogidas y con unas vendas en las 
manos, — para inquirir de Troncoso. 

— Señor oficial; ¿ seremos respetados ? 

— Eso no se pregunta a los oficiales del Ejército 
Nacional, Dr. Morelli, contestó en forma ama- 
ble el requerido. Están Yls. completamente garan- 
tidos... Pero Yd. es mi prisionero y terminada 
su misión, tendrá que marchar conmigo al Ejército. 

— El caso es que no tengo caballo, contestó son- 
riendo. 

— Yo importa, doctor. Yo tendré verdadero pla- 
cer en que Vd. monte en el mió. 

Ya se disponia el teniente Troncoso a penetrar 
a la finca, cuando vió que a un par de cientos de me- 
tros del lugar había un fuerte grupo de revolu- 
cionarios echados de barriga y con el caballo de 
la rienda; — y en previsión de un posible ataque, 
reunió a toda su gente, apercibiéndose recién en- 
tonces de que, en la lucha, habia quedado sin « cla- 
ses » 

Como tenía que dejar a uno de sus soldados 
con mando sobre los demás, tras brevísima arenga, 
porque no se podía perder tiempo en ellas — les 
dijo. 



— 88 — 


— El soldado Eladio Dieste ( actual concejal 
de Artigas ) que tanto se ha distinguido por su valor 
en los combates anteriores, ha demostrado hoy 
también, ser el más valiente de todos Vds. Por lo 
tanto, lo reconocerán desde ahora, como sargento 
de este destacamento. 

— ¡Sargento Dieste!! Ocupe su puesto y perma- 
nezca en observación de aquella gente. 

Tranquilo ya el teniente Troncoso, penetró ai 
local encontrando en una pieza interior, herido» 
y en cama, a los señores Dr. Ponce de León, Arocena 
y Agustín Iglesias; y en un galpón próximo, a quin- 
ce o veinte revolucionarios más, oficiales subal- 
ternos, . — entre los cuales figuraba un adolescente 
de 17 años, abanderado de la División íT.° 2 — 
León Daguerre — muchacho tan simpático como 
valeroso, que horas más tarde habría de morir 
de peritonitis. 

En seguida llegaron Dubra, Chiappara Enrique 
Patiño, Leopoldo Artigas y otros oficiales más, 
todos los cuales, después de haber dispensado aten- 
ciones a los heridos, se reintegraron a sus puestos. 

Al oscurecer y cuando las fuerzas revoluciona- 
rias se iban alejando, se le reiteró a Troncoso la or- 
den de plegarse al grueso del ejército gubernista, 
ante cuya disposición, los jefes y oficiales prisioneros, 
pidieron a aquel que no los dejaran solos. 

En marcha Troncoso, se encontró con el caba- 
lleresco y valiente coronel don Pedro Quintana que 
mandaba el 2 o de Cazadores, a quien hizo saber 



— su - 


«1 pedido, — jefe que dispuso de inmediato, ef 
envió de una guardia al mando de dos de sus más. 
ilustrados oficiales: los tenientes Natalio Magalla- 
nes y Alberto Viñas que, en la ruda jornada habían 
desempeñado rol importantísimo y de cuya compa- 
ñía guardan los distinguidos ex-revolucionarios pri- 
sioneros, los más gratos recuerdos. 


EL INVITADO OBLIGADO 


En épocas de convulsiones, tanto en los ejérci- 
tos del Gobierno como en los revolucionarios, figu- 
raba un personaje tan pintoresco como indispen- 
sable para los fogones en donde se quisieran con- 
feccionar « platos extras ». Y « extra » era cualquier- 
cosa, porque en los campamentos no se comía otro 
manjar que carne asada y generalmente, hasta sin 
sal. 

Nos referimos al hombre de la lata, soldado al 
eual, por su conducta y como premio le permitía 
«1 jefe de la unidad a que pertenecía, que cargara* 
con el impedimento de una lata de kerosene pro- 
vista de manija de alambre o de un pedazo de man- 
go de escoba, receptáculo que, en las marchas,, 
•olgaba siempre del cinchón del recado. 



— 90 — 


Acampado el ejército, el propietario de la lata 
-era disputado por los integrantes de varios fogo- 
nes. Unos lo invitaban para un gran puchero, manjar 
en verdad extraordinario; — otros, para un guiso 
de arroz con carne o con pescado de agua dulce; 
otros para una sopa de fideos; y otros, finalmente, 
para un tentador arroz con leche, — platos todos 
ellos que no se podían confeccionar sin el empleo 
de la improvisada olla y verdaderas novedades en 
aquel ambiente dejado por la mano de los provee- 
dores. 

El personaje de la lata elegía el fogón que le ofre- 
ciera el plato de su mayor agrado; — y al « ágape » 
concurría con su codiciada « batería », sin tener que 
contribuir como los demás comensales en el escote 
de gastos, siempre exorbitantes por la escasez de 
mercaderías. 

Y en las marchas, seguía el hombre con su inse- 
parable lata colgada del cinchón, satisfecho y re- 
luciente a fuerza de pasarlo bien y seguro de que, 
en el nuevo alto de la columna, ya saldrían a reci- 
birlo emisarios obsequiosos y salameros, con el 
fin de invitarlo para una « opípara comida ». 



— 91 — 


¡COMO PELIANDO 


Una de las guerri'las del 5 o de Infantería avan- 
zaba por saltos sobre una posición enemiga a las 
ocho de la mañana del primer día de la batalla de 
Tupambaé, — al mando del teniente José María 
Gomeza, que ha pagado en distintas jornadas, su 
tributo de sangre en luchas fraticidas. 

Integraba ese contingente que iba a arrebatar una 
posición al enemigo, el soldado Juan Cruz Montero, 
joven de veinte años de edad, animoso siempre y 
valeroso en el combate. Tras él, a un par de metros, 
dirigiendo y recorriendo la guerrilla, marchaba 
Gomeza, quien vió que de pronto Cruz Montero, 
después de dar un tropezón, quedaba inmóvil con 
una rodilla en tierra, como si se colocara para hacer 
mejor puntería, aunque, con la culata del mauser 
apoyada en el suelo. 

La quietud del soldado llamó la atención del 
oficial, quien, suponiéndolo herido, se le aproximó 
para desprenderle el correaje y sacarle la munición, 
escasa en trance tan apremiante, — dejando a 
aquel en la misma actitud. 

Cuando a las tres o cuatro de la tarde retornaba 
Gomeza con los suyos a la primitiva línea de fuego, 
vió con no poca sorpresa que Cruz Montero conti- 
nuaba inmovilizado en la actitud hierática que lo 
había dejado; — y aproximándosele, después de 



— 92 


haberlo llamado por su nombre, — sin resultado, — 
lo tocó en el hombro sin que aquel hiciera el más. 
leve movimiento. 

¡ Estaba muerto ... !!! 

En plena carrera recibió el balazo que lo fulmi- 
nó, cayendo de hinojos con una rodilla en tierra, 
sin soltar el mauser. 

Este hecho que se había registrado también en 
guerras anteriores en Europa, tiene la siguiente 
explicación científica. 

Al recibir el balazo en un centro nervioso, muere 
el sujeto, entrando simultáneamente en rigides 
muscular. — Se trata, pues, de un fenómeno aná- 
logo al de la muerte por sideración, — vale decir, — 
por una descarga eléctrica. 

Pero, — un viejo soldado de la misma unidad, — 
« seu » Goyo Machado, muy querido por oficiales 
y tropa y veterano de muchas guerras, daba sn 
explicación esa misma noche cuando se comen- 
taban las incidencias de la jornada en rueda de 
fogón, de la siguiente manera: 

— ¡ Es que el finaíto era muy toro; y pa morir 
tenía que quedar ansina . . . !! ¡ Como peliando ... MI 



^>3 — 


¡LA GRAN FLAUTA.. .1! 


Aquel día figuraba entre los comensales de la 
siempre hospitalaria mesa de Julio Herrera, el ge- 
neral X. que había venido de sus pagos para « sa- 
ludar al Gobierno. » 

Como recién se empezaban a conocer los helados 
en Montevideo, cuando se sirvieron estos como pos- 
tre, el viejo guerrero, gran comilón, tomó el cuchi- 
llo y cortando una rebanada de pan, dió a ésta una 
buena untada con el helado, que llevó enseguida 
a la boca — , tarascón que, naturalmente, no pudo 
deglutir. 

Y, apremiado, « largando todo » como si se hu- 
biera quemado, exclamó en alta voz: 

— ¡ La gran ñauta que está fría la manteca !! 


EL REBUSQUE BE FRAY MAR30S 


Allá, cuando la guerra del 70, el prestigioso can- 
dido blanco general don Angel Muniz mandaba 
la vanguardia del ejército de Timoteo Aparicio; 
y au sobrino, — ya muy nombrado entonces, don 
Justino Muniz, — la extrema vanguardia. 



— 94 — 


En tales condiciones, — refería el jefe del Ejér- 
cito del Sur a nuestro buen amigo don Héctor R. 
Gómez su secretario en la campaña de 1904, 
me topé con Muñoz que mandaba un escua- 
drón de caballería, quien me cargó, me dobló y me 
puso en fuga 


Aparicio Saravia en su rápida marcha hacia el 
Sur, para dar el golpe al general don Melitón Muñoz 
en la acción de Fray Marcos, obligó a Muniz 
a que se moviera también en la misma dirección; 
y cuando el Ejército de éste se encontraba a mitad 
de camino, fué que se recibió un telegrama de Batlle 
dando cuenta del desastre sufrido. 

Abierto el despacho por Gómez que, como lo 
hemos dicho actuaba de secretario del jefe guber- 
nista, — se apresuró a leérselo al general, quien, 
enterado y tras breve meditación, no pudo menos, 
que explotar: 

— ¡ Hijo de una gran p . . . !!!! lo que siento es 
que éste Aparicio se haya rebuscado con el único 
que me ha corrido !! 



CONFUNDIENDO FILAS 


Al estallar la revolución de 1904 con el alzamien- 
to de las compañías urbanas de los Departamen- 
tos blancos, se incorporó en calidad de ayudante 
del señor Luis Ponce de León, a la sazón Jefe P. 
y de Policía del Departamento de San José, el 
joven Telmo Vera y Cabrera, ginete en un caba- 
llo de pura sangre, muy bien trajeado a la usanza 
campera y con valioso apero de plata y oro. 

Producido el choque entre los revoluc onarios 
y la vanguardia de Muniz que mandaba el general 
don Pedro Callorda en el Paso del Parque, en cuya 
acción llegó a pelearse « a boca de jarro », — Vera 
v Cabrera, confundiendo las filas en su misión de 
ayudante, se aproximó al general Callorda para 
decirle: 

— De orden del coronel Ponce de León 

Pero no pudo terminar la frase, porque se dió 
cuenta recién entonces, de que había caído en manos 
del enemigo. Y cuando quiso huir, ya era tarde. 

Lo descabalgaron los contrarios; y en pocos mi- 
nutos, su buena indumentaria gaucha, como así 
también su apero, su poncho y sus armas, pasaron 
por « carcheo » a poder de unos cuantos soldados. 
Apenas si le dejaron un « chiripacito » y un saco 
de escasas dimensiones en estado lastimoso, pro- 
porcionados, posiblemente, como canje forzado. 



Llevado más tarde el prisionero a presencia del 
•general Muniz, fué preguntado por éste. 

— ¿ Quién es Vd. ? 

Telmo Vera y Cabrera, sobrino del general don 
Melitón Muñoz y muy amigo del teniente Gomeza, 
-que sirve en este Ejército. 

— Que venga el teniente Gomeza, ordenó el ge- 
neral, quien permanecía sentado junto a la entrada 
de su carpa. 

Cuando llegó el requerido, Vera Cabrera lo miró 
con no poco asombro, que disimuló a los ojos del 
jefe gubernista. 

— Presente, mi general, dijo Gomeza. 

— Este hombre dice que lo conoce y que es muy 
«migo suyo 

— i Cómo te vá, hermano ?, — exclamó alboro- 
zado el prisionero, abalanzándose sobre el oficial, 
al que dió un efusivo y prolongado abrazo al mismo 
tiempo que le decía al oído y refiriéndose a un her- 
mano del mismo. Soy íntimo de Víctor; ¡Protéjame! 

Y Pepe Gomeza, que desde los banoos de cole- 
gial fué un gran corazón y que, en realidad, veía 
por primera vez a aquel hombre, le respondió: 

— Bien ¿ y tú ? ¿ Has tenido noticias de tu gen- 
te * 

— ¿ De modo que Vd. es amigo de esto hombre ? 
inquirió Muniz. 

— Es verdad, mi general, afirmó el teniente. 



Agregado Vera a la carpa de Gomeza, le previno 
éste que se había responsabilizado por su seguri- 
dad; — y que, si se escapaba, lo dejaría a él en muy 
mala situación. 

— Le doy mi palabra de honor, teniente Go- 
meza, de que mientras esté Vd. en el Ejército, yo 
no me separaré de su lado. 

T, en efecto: Vera Cabrera siguió en las filas 
coloradas, pero sin actuación ninguna, hasta que 
se produjo la batalla de Tupambaé, en donde fué 
herido Gomeza. Entonces, el prisionero se hizo 
cargo del recado, espada y revólver del herido, — 
y consiguió que se le permitiera venir cuidando a 
su amigo hasta Montevideo, de donde fugó vestido 
con un uniforme de capitán de infantería, para in- 
corporarse nuevamente al ejército revolucionario. 

Después de la batalla de Masoller, Gomeza reci- 
bió un telegrama procedente de Santa Anna, conce- 
bido, más o menos, en los siguientes términos: 

« He cumplido mi palabra de honor, porque me 
« separé de Vd. cuando dejó el Ejército. Estoy oon 
«los míos y he salido ileso en la batalla. Oportuna- 
« mente le devolveré su recado, espada y revólver. 

Lo abraza 

, Vera Cabrera ». 



— 98 — 


WILLIMAN Y LA ENSEÑANZA 


Cuando en 1904 el actual Presidente de la Repú- 
blica doctor don Juan Campisteguy abandonaba 
el Ministerio del Interior, la prensa indicó como 
candidato para ocupar la cartera vacante, al doctor 
don Claudio Williman, a la sazón Rector de la Uni- 
versidad. 

Gran amigo el candidato del ilustrado facultativo 
doctor don JoséMainginou, uno de sus discípulos pre- 
dilectos de « La Universitaria » y preguntado por 
éste respecto al fundamento de tales díceres, los con- 
firmó aquel, — dando ello lugar a que su interlocu- 
tor le dijera. 

— Lo felicito, doctor; y mucho deseo que no 
tenga que arrepentirse de abandonar sus posiciones 
en momentos de crisis política tan intensa como 
la que venimos pasando. 

— Realmente, — abandono un puesto que desem- 
peño con verdadero cariño, pero lo sacrifico sin ma- 
yores pesares, porque se me reclama para coadyu- 
var a la acción patriótica de Batlle. 

Si fracaso — terminó diciendo — volveré a ser 
maestro de escuela como en aquellos buenos días 
de « La Universitaria », — ¿ recuerda ? 

Y el tiempo se encargó de decir, que el doctor 
Williman, por su hombría de bien y por sus presti- 
gios, ascendería años después, a la primera magis- 
tratura del País. 



— 99 — 


¿Y LA PRESIDENCIA... NO JUEGA NADA? 


Aquella tarde no había concurrido al Palacio 
Legislativo ni el Presidente ni ninguno de los vices, — 
razón por la cual el Secretario de la Cámara de 
Diputados doctor Veracierto, llegada la hora de la 
sesión, hizo saber a los legisladores tal circunstancia; 
y que, consiguientemente, correspondía la elección 
de un presidente ad-hoc. 

Recibida la votación, obtuvo el triunfo el doctor 
don Juan López Aguerre, hombre que habla pocas 
veces en Cámara, pero que, cuando lo hace, lo hace 
bien y con mucho gracejo. Sus exposiciones, claras, 
concisas y matizadas siempre con interesantes 
anécdotas, mantienen a sus colegas y al público, 
pendiente de sus labios. 

Y allá se levantó de su butaca el simpático legis- 
lador, sin ningún apremio, que es otra de sus carac- 
terísticas, — para ocupar el alto sitial presidencial. 

Abierto el acto, la discusión de un proyecto, dege- 
neró en verdadera olla de grillos, pues el doctor 
López Aguerre, tranquilo y sonriente primero, se 
aburrió a poco, al verse privado de la amable vecin- 
dad del doctor Juan Andrés Ramírez. 

Había transcurrido ya más de media hora; y 
desbarrado el debate por la falta de dirección, todos 
se creían con derecho al uso de la palabra. 



— 100 — 


— ¿ Me permite una interrupción * decía el doc- 
tor Bellini Hernández a otro colega suyo que habla- 
ba en ese momento. 

— No señor, no se la permito. 

— Es para hacer una aclaración . . . 

— Bueno; siendo así, se la concedo. 

Y desde la tribuna alta, surgió hasta en ese mo- 
mento desconocida autoridad del presidente, a quien 
todos habían olvidado, — traducida en una voz de 
bajo jirofundo. 

— Pero, díganme una cosa, señores diputados: 
¿Y la presidencia, entonces, no juega nada * 

Y sonó una sola carcajada como de alto parlante 
de gran potencia, que lanzaron más de cien bocas 
a la vez. 


« BOBIT 0 » QUE SE UALOG-BA 


En un atardecer gris y desapacible, el Ejército 
del N orte mandado por el teniente general don 
Eduardo Vázquez, hizo un pequeño alto al pasar 
frente a un almacén de las Costas del Carpintería 
del Departamento del Durazno; - y, tras el expre- 
sado militar, penetraron también al local a efectuar 
compras, — casi todos ellos emponchados, — el coronel 
Mancebo, el comandante Carrasco Galeano, los 



— 101 — 


tenientes Eduardo Chaves, Elbio Monegal, José 
María Palacios y otros jefes y oficiales que escapan 
a la memoria de nuestro informante, — como así tam- 
bién un buen número de soldados, en su mayoría 
asistentes. 

Mientras se hacían las compras, el general Váz- 
que permanecía de pié junto al mostrador como 
una garantía para que las transacciones se efectua- 
ran dentro del mayor orden. 

Entre el grupo de oficiales, faltos casi todos ellos 
de recursos, se convino en que era indispensable 
« levantar » una lata de aceite que permitiera la 
confección de algunos platos « extras »; — pero, como 
no habían recursos para tal dispendio, uno de aque- 
llos, distinguidísimo y muy apreciado jefe hoy 
de nuestro Ejército, tomando una de las latas por 
el arito, la escondió debajo del poncho, asegurada 
en el índice de su mano izquierda. 

¿ Yió el jefe superior la maniobra, o fué una simple 
recomendación de carácter general que quiso hacer 
a sus subalternos ? 

— ¡ Que nadie salga de aquí sin abonar lo que 
lleve !, ordenó en alta voz. 

Y disimuladamente, protegido por sus compañe- 
ros y cómplices y respondiendo más que nada a la 
voz déla conciencia, aunque la necesidad apremiara, — 
el neófito y mal aprovechado « scruchante », volvió 
a colocar sobre el mostrador, la tan codiciada latita 
de aceite. 



— 102 — 


EL AUTO DEL DOCTOR ARENA 


No sabemos a propósito de que, se sacó a luz en 
la Cámara de Diputados en una sesión presidida por 
el doctor Arena, en el viejo Cabildo, el uso y abuso 
de los autos oficiales. 

Alguien dijo entonces, — por vía de chiste, — que 
los funcionarios que disfrutaban de esa prebenda, 
solían ser tan egoístas que no invitaban a ningún 
amigo que encontraran a su paso, — a compartir un 
asiento. 

Arena, — entonces, — mitad presidente y mitad 
Arena, — con ese aire bonachón tan suyo, al que 
añadió una migajita de ingenua sinceridad, revol- 
viéndose en su poltrona y enmarañándose aún más 
con ambas manos su frondosa y leonina cabellera, 
protestó : 

— ¡ Ah; eso si que no, señor diputado ! ¡No, her- 
mano ! ! De mi, nadie podrá decir eso, porque yo 
invito a subir en mi auto a cuanto atorrante en- 
cuentro en la calle. 

En el fragor de las carcajadas, surgió la voz po- 
tente del doctor García Morales. 

— Gracias por el anticipo. En cuanto a mí, ya sé 
a que atenerme para no aceptarle en la vida, una 
invitación. 

Y empezaron a sentirse en todos los sectores. 

— Ni yo . . . 

— Ni yo . . . 

— Ni yo, tampoco . . . 



— 103 — 


CASO DE «DESDOBLAMIENTO» 


El doctor Yero especialista en enfermedades del 
oído, nariz y garganta, atendía cierto día a sus 
clientes en su domicilio de la Avenida Rondeau 
entre las de Colonia y Mercedes, cuando al abrir 
la puerta de su consultorio para que entrara un nuevo 
cliente, se asombró al ver sentado en la rueda de los 
que esperaban, nada menos que al Presidente de 
la República doctor don Claudio Williman, que 
acudía allí con dos de sus pequeños hijos. 

— ¡ Pero doctor ü ¿ Cómo es eso ¡ Pase, pase !! 

— 4 Cómo le vá mi amigo doctor Yero % 

— ¿ Porqué se ha sentado ahí % ¿ Porqué no me 
mandó decir que me precisaba para haber ido yo 
a su casa; yo que he sido su discípulo ....*? 

¡ Es imperdonable doctor ü 

— Aquí, replicó Williman sonriendo, a la vez que 
palmeaba el hombro del especialista, — no soy el 
Presidente de la República, sino un simple cliente 
del doctor Yero, obligado consiguientemente como 
los demás, a esperar a que me llegue el turno para 
consultarlo con respecto a mis hijos. 



UN CONSEJO DEL CORONEL SAURA 


En una de las tantas guerras, fuerzas gubernistas 
perseguían tenazmente a una partida blanca que 
mandaba aquel hombre noble y valeroso que se 
llamó José Saura y que fué prestigioso jefe del 
Departamento de Canelones en donde era respe- 
tado y querido por todo el mundo. 

Apremiados por la persecución de que eran objeto 
y a todo el correr de los caballos que montaban, — 
trataba el caudillo y los suyos de dilatar la distancia 
que los separaba de la fuerza adversa, — cuando 
de pronto, uno de los del grupo, joven que recién 
se iniciaba en las pellejerías guerreras, propuso: 

— Vamos a hacer un « altito » coronel, porque 
la cincha de mi recado viene floja. Esa gente nos 
dá tiempo todavía .... 

— Aguántese, amigo, hasta que lleguemos al 
* paso », que ya está cerca. 

En la tranquilidad del campamento y al calor 
del fogón, el bondadoso guerrero explicaba campe- 
chanamente al novicio soldado: 

— En casos así, — amigo, — con el perseguidor 
a la vista, aunque le den tiempo para arreglar la 
cincha, no se pare nunca en campo abierto, porque 
los contrarios lo cargan con furia. Y para las balas 
no hay trecho largo 



¡ Es preferible, hasta dejar perder las pilchas . . .!!f 
En cambio, haciéndolo en el « paso » de un río 
o arroyo, siempre encajonado y con monte, los 
contrarios sofrenan desde lejos y se van acercando 
con cautela, porque temen a una emboscada. Esos 
parajes son aliados del que huye .... 

Y, mientras tanto, le dan tiempo los contrarios 
no solamente para arreglar la cincha, sino que tam- 
bién para hacérseles perdiz. 

Y nunca olvide tampoco, compañero, que sabe 
más el Diablo por viejo, que por Diablo 


BUHANTE EL ARMISTICIO DE ACE&UÁ 


En plena guerra de 1897, Aparicio y Basilisia 
Saravia que como es sabido actuaban en ejércitos 
opuestos, se cambiaron varias cartas en las cuales 
abundaban recriminaciones recíprocas. 

Al acordarse el armisticio de Aceguá, lugar próxi- 
mo a la frontera con el Brasil, el generalísmo revo- 
lucionario cruzó la línea; — y más tarde hizo lo 
mismo Basilisio, a quien se le dijo que su hermano 
se encontraba en un comercio de las inmediaciones. 

Basilisio, escribió entonces a Aparicio, expre- 
sándole sus deseos de cambiar algunas palabras 
con él, como hermano. 



Y Aparicio mo se hizo esperar; — inmediatamente 
4e recibir la licitación, montó en su caballo y se 
dirigió al lugar en donde lo esperaba el jefe de la 
vanguardia del general Muniz. 

Un abrazo largo y efusivo, fué el saludo de aquellos 
dos hombres que, por cuestiones políticas, no se veín 
desde hacía años, quienes, después de haber cam- 
biado algunas frases afectivas, pasaron a ocuparse 
del estado anormal del país; — Basilisio sentado so- 
mbre el suelo y Aparicio, echado de barriga apoyado 
en los codos y arrancando pastitos. 

Los ayudantes de ambos, permanecían a pruden- 
cial distancia. 

— Lo que yo tengo que reprocharle, amigo, — 
dijo el jefe de la revolución, es que Yd. esté bajo 
las órdenes de un traidor como Muniz. 

Y Basilisio, haciéndose el que no oía el reproche, 
añadió risuéño: 

— Mire amigo. Lo que yo le puedo decir, es que 
el general Muniz lo esperó hace poco con solo 
800 hombres, cuando Vd. tiene como unos 4,000 y 
no le ha aceptado el convite. Y vea; — ahora sere- 
mos unos mil trescientos hombres .... 

¿ Porqué no salen a campo limpio a pelearnos ? 

Aparicio, mortificado en el primer momento por 
la puya, pero rehaciéndose enseguida, replicó en 
forma sentenciosa. *' 

— Es que Vds. tienen gente a bocha para mudar 
y yo no la tengo ! 



107 — 


Luego, y al hablarse del armisticio, Aparicio 
dijo que él no quería entrar en #«bmb inaciones » 
con los de « marca borrada », refiriéndose a los 
blancos que peleaban en las filas de Muniz. 

Momentos después, aquellos dos hermanos, gua- 
pos y nobles los dos, se separaron en la misma forma 
afectiva que se habían saludado. 

Pero no volvieron a verse más en la Vida. 


DANDO UNA MANI T 0 


Se efectuaban los exámenes anuales en la Escuela 
Militar; y una de las mesas — la de física — era 
presidida por el doctor don Claudio Wilfiman, antes 
de ser Presidente de la República. 

El P. E. — como es de práctica hacerlo, — había 
designado como delegado para que lo representara 
en la emergencia, al general X., formado en las filas, 
guerreando en todas las contiendas armadas que se 
habían producido en el país desde que abrazara 
la carrera de las armas. 

Tal designación no importaba otra cosa, que lle- 
nar un requisito; y demostraba al general que no 
entendía más que de guerras criollas, que el 
gobierno siempre lo tenía en buen acuerdo. 



— 108 — 


i- 

Se examinaba, pués, a nn joven cadete — efec- 
tuándose expáfcfcentos con la máquina neumática, 
a la que se extraía el aire. 

Primeramente, se apagó la luz de una vela; y más 
tarde, se hizo desvanecer a un pajarito. El general 
presenciaba absorto los experimentos. 

— Vamos a ver, preguntó el doctor Williman al 
examinando. ¿ Para que sirve esta máquina neumá- 
tica ? 


— ¡ Cómo ! ¿ Pero no sabe Vd. para que sirve 
este aparato ? 

Y el muchacho volvió a dar la callada por res- 
puesta. 

Condolido el viejo guerrero de la suerte que esperaba 
al pobre cadete; — y amigo como era en realidad, de 
dar una manito a un semejante en caso de apuro, 
aproximándose cuanto le fué posible al examinando, 
le dijo todo lo mas disimuladamente que pudo: 

— ¡Pero , cadete!! ¿No está viendo que 

es una trampa para matar pajaritos ? 


PEDIDO DE FRENOS 


t 

Desempeñaba las funciones de Jefe P. y de Poli- 
cía del Departamento de Flores, el ilustrado doctor 
Don Remigio Castellanos. 



— ',09 -- 


0 

Cierto día, el oficial l.°, al llevarle el despacho 
para la firma, dejó sin decretar la nota de un comi- 
sario rural, en la cual solicitaba, entre otras cosas, 
la remisión de « seis frenos para los guardias civiles ». 

A lo que decretó el jefe: 

« Hágase la remisión de los seis frenos para los 
guardias civiles y de otro mulero para el comisario ». 

i 


CLEMENCEAU EN EL ASILO DE HUÉRFANOS 


Años después de haberse librado #n Francia 
aquella lucha anti-religiosa de la cual Etausseau fué 
el alma mater y quién, al llegar el momento de la 
ejecución de los planes que le dieran el triunfo de 
sus ideas, abandonara la presidencia del Consejo 
de Ministros dejando en su lugar a Combes — visitó 
Montevideo el gran batallador francés don Jorge 
Clemenceau. 

Agasajado como se merecía tan ilustre huésped — 
fué invitado para visitar entre otras dependencias 
del Estado, algunos establecimientos de la Asisten- 
cia Pública; y llevado al Asilo de Huérfanos por 
el entonces Presidente del Consejo de aquella ins- 
titución, doctor don José Scoseria, hízole notar 
éste, que aquí, en lucha contra la religión católica, 



se habían quitado de todas las salas de hospitales 
y asilos, los símbolos de la cruz. 

Se dice que aquel terrible libre pensador que años 
más tarde, al estallar la guerra mundial, sería ad- 
mirado por el mundo entero y bautizado por sus 
garras morales con el apodo de «El Tigre», respon- 
dió en tal ocasión: 

— ¡ Laissez que les enfants continuent á songer ll 
Lo que traducido al español quiere decir: 
j Dejad que los niños continúen soñando ! 


LA SUEETE DE UN MENSAJE 


Cuando el Presidente Santos quiso hacer cons- 
truir a tambor batiente el Puerto de Montevideo, 
encontró la decidida oposición del Senado, que 
consideró la operación, como un verdadero desas- 
tre para el País; — y entendiéndolo así aquel Alto 
Cuerpo, votó negativamente el proyecto. 

El general Santos, poco acostumbrado, — no digá- 
mos a que se le rechazaran sus proyectos, — si*o 
que ni se le discutieran sus órdenes, — montó' 
cólera al tener conocimiento de la decisión del Sena- 
do; — y, expeditivo como era para todas sus cosas, 
pasó a la Cámara Alta un nuevo mensaje, ponién- 
dola de overo y azul. 



— 111 — 



•* 


El señor Aguilar y Leal que desempeñaba las funcio- 
nes de Secretario del Senado, sorprendido por la 
agresividad de los términos empleados por el P. 
E. resolvió, — con el fin de evitar conflictos mayo- 
res, — consultar privadamente el punto, con su 
Presidente que por entonces lo era el bondadoso 
general don Luis Edo. Pérez. 

— Si damos cuenta en sesión pública de este 
mensaje, podrá armarse un conflicto de tal magni- 
tud, que traería muy malas consecuencias para el 
país, — dijo a su Secretario don Luis Eduardo. 

— Y entendiéndolo así, es que he reservado el 
documento para consultarlo a Ud. privadamente. 
Aquí, en el Senado, nadie más que nosotros dos 
estamos enterados de esta desagradable incidencia. 

— ¿Se anima Ud. a ir a hablar con el general 
Santos en mi nombre ? 

— Si Ud. lo dispone .... 

— Perfectamente; vaya Ud. y entréguele el men- 
saje, rogándole en mi nombre, que le dé una nueva 
lectura; — y que, después que lo haya hecho, si 
cree que debe pasarlo al Senado, lo haga así. 

Y allá marchó el señor Aguilar y Léala conferen- 
ciar con Santos, — quien, tranquilo ya, e impuesto 
de la misión del Secretario del Senado, después 
que hubo leído el mensaje, lo hizo trizas diciendo 
al emisario. 

— Tenga la bondad de expresar al Sr. Presidente^ 
que tiene razón. Este documento no puede ser 
aceptado por el Senado.